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Cuando alguien más vive tu vida.

Estaba en una habitación a oscuras.

En la habitación no había nada, salvo yo.

Grité, enloquecí, volví a gritar, y finalmente recuperé la cordura.

En la habitación no había nada; o casi nada, salvo yo y una pequeña abertura en la pared.

A través de esa abertura lo vi TODO.

Pasé días enteros encorvado, en cuclillas, mirando, dejando que el afuera llenara mi ojo.

Vi niños jugando, parejas formulando absurdas promesas, vi el sol, la luna, las estrellas, un perro enamorado de un árbol, vi rostros; muchos rostros: jóvenes y ancianos, tersos y demacrados; vi automóviles y el cortejo fúnebre de las hadas.

En la habitación no había nada; o casi nada, salvo yo, una pequeña abertura en la pared y una puerta.

Padecí horribles tormentos. El ojo (siempre el mismo) comenzó a deteriorarse, pero el afuera era tan cautivador, tan excitante, que me obligué a seguir mirando aún cuando las lágrimas lo empañaban todo.

La puerta estaba cerrada. Lo sé. Siempre lo supe. Las puertas siempre están cerradas.

En la habitación no había nada; o casi nada, salvo yo, una pequeña abertura en la pared, una puerta y una llave.

Loco de alegría, introduje la llave en la cerradura. La puerta se abrió. Cuando tienes la llave, todas las puertas se abren. La luz me cegó. Me detuve sobre el umbral y cerré la puerta, acaso melancólica. Respiré. Me reí del sol, de la luna, de las estrellas. Escupí al perro. Oriné en el árbol. Me burlé de los rostros, muchos rostros: jóvenes y ancianos, tersos y demacrados. Le arrojé piedras a los automóviles y no creí ni por un instante en la existencia de las hadas.

El ojo me dolía espantosamente. El mundo, en mi ojo, era insoportable.

Avancé unos pasos. Luego retrocedí. Di media vuelva y me incliné. Calcé mi ojo ya derretido en la abertura de la pared.

En la habitación no había nada, salvo un ojo que me devuelve la mirada.

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