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La rosa de Pasión

Esta hermosa y triste leyenda está inspirada en una de las más bellas narraciones de Bécquer y relata los amores de una judía, Sara, y de un caballero cristiano, que tuvieron un final trágico. La historia transcurre, también, en Toledo, ciudad que durante muchos siglos tuvo una abundante población judía.
En una de las muchas callejas de la ciudad imperial vivía, míseramente, Daniel Leví. Aunque se decía que poseía una inmensa fortuna, su casa era paupérrima y, el día entero, lo pasaba trabajando en el portal de su casa arreglando objetos de metal, guarniciones, cinturones rotos, cadenillas...
Siempre estaba sonriendo y su trato con los demás era de servil y humilde, descubriéndose cuando, cerca de él, pasaba algún caballero importante o algún clérigo de la cercana catedral. La gente desconfiaba de su eterna sonrisa, y los muchachos del barrio le hacían burla e incluso le tiraban piedras, sin que jamás Daniel se defendiese. Trabajaba y trabajaba sobre su pequeño yunque, con esa sonrisa enigmática que ya formaba parte de su rostro, más como una mueca, que como un gesto de simpatía.
Sobre la puerta de la casa en la que trabajaba el judío, se abría un ajimez árabe en cuyo interior se veían azulejos de colores y, alrededor de las caladas franjas del ajimez, se enredaba una planta trepadora, llena de fuerza y una de las pocas muestras de vida que tenía aquel lugar. Allí se encontraban las habitaciones de Sara, la hija predilecta de Daniel. Era una jovencita de unos dieciséis años, hermosa como pocas, y algunos que la habían visto a través de las celosías del ajimez, se preguntaban cómo de un hombre tan feo y ruin como Daniel, había podido nacer una mujer con tales perfecciones. No salía nunca la muchacha y su rostro se velaba, a menudo, por la tristeza... un rostro de blancura sin igual, en el que sobresalían unos ojos negros fascinantes y unos labios rojos que parecían dibujados por los pinceles de un maestro.
Los judíos más ricos y poderosos de Toledo, la habían solicitado en matrimonio, pero Sara se mostraba insensible a los halagos y regalos de sus pretendientes. Su padre le aconsejaba que tomase marido antes de que él falleciera, pues no es bueno que una mujer se quede sola en el mundo y más cuando se es tan bonita, pero la hebrea no respondía y se encerraba en un mutismo total, lo que Daniel interpretaba como un fuerte deseo, por parte de la muchacha, de ser libre, de no atarse, todavía, al yugo del matrimonio. Pero un día, otro muchacho judío, cansado de los desplantes de Sara, se dirigió a Daniel para hablarle de los rumores y comentarios que se hacían en la comunidad sobre su hija.
Al parecer se decía que estaba enamorada de un caballero cristiano y él mismo les había sorprendido hablándose cuando Daniel, asistía, de forma clandestina, a las reuniones del sanedrín. Esta revelación no pareció afectar el ánimo de Daniel, que sin dejar de sonreír, le dijo al acusador que sabía bastante más que él. Sara, su hija adorada, la hermosa Sara, su honra y su gloria, el orgullo de su raza y de su tribu, no caería nunca en manos de un perro cristiano. Nadie se reiría de su condición de judío y de padre, y despidió a su interlocutor pidiéndole que reuniese a sus hermanos, cuanto antes, esa misma noche, que él acudiría a su lugar secreto de encuentro, dentro de un par de horas.
Daniel cerró la puerta de su casa y su negocio, pasando varios cerrojos y aldabas, lo que le impido oír cómo las celosías de la ventana caían de golpe. Sin duda, Sara había estado escuchando y su corazón de llenó de negros temores.
Era la noche de Viernes Santo, y los toledanos, después de asistir al Oficio de Tinieblas, se habían retirado a sus hogares. Algunos dormían ya, y otros, al lado de las chimeneas, contaban viejas historias sobre la ciudad o vidas ejemplares de santos. Toledo estaba sumida en el silencio, sólo, de vez en cuando, interrumpido por el ladrido de algún perro y las voces de los turnos de guardia del lejano alcázar. En una de las orillas del Tajo, se encontraba un barquero que parecía estar esperando a alguien. Una sombra bajaba, trabajosamente, hasta el río... parecía tener prisa y también cierto temor. Cuando el barquero la vio, se dio cuenta de que era la persona que esperaba.
Andaba rumiando el barquero que aquella noche era extraña. Había pasado a muchos judíos de un lado a otro del río, y se preguntaba a qué podía venir todo aquel trasiego. Creía que iban a reunirse en alguna parte, lo que a juicio de este hombre, no auguraba nada bueno. Pero, bien le pagaban y eso, a fin de cuentas, era lo que a él le interesaba. Subió la sombra a la barca, que soltó amarras, y una voz femenina le preguntó a cuántos judíos había pasado y si sabía qué tramaban. No, el barquero no sabía nada ni había oído ningún comentario que pudiera darle alguna pista, aunque, eran tantos los hebreos que usaron su barca, que no los había podido contar.
Calló Sara, pues no era otra aquella mujer, que arrostrando cualquier peligro quería conocer qué se urdía. Ya no le cupo duda de que todo aquellos se debía a una venganza preparada por su padre. Sentía una gran angustia, con la mente extraviada en pensamientos dolorosos... un sudor frío la invadió cuando llegaron a la otra orilla.
El barquero le indicó que el camino que seguían venía a converger en la Cabeza del Moro para desaparecer detrás de aquel picacho. Hacia allí se dirigió Sara, decidida pero temblando, en la oscuridad de la noche, con la sola fuerza que le daba su amor y el miedo de que la venganza se cebase en él.
Donde hoy se encuentra la ermita de la Virgen de Valle, y muy cerca de la Cabeza del Moro, existían las ruinas de una iglesia bizantina. Apenas quedaban algunos muros exteriores y restos de algunos arcos. La maleza y la hiedra se enredaban entre ellos.
Sara avanzó hasta emboscarse entre la vegetación que rodeaba el lugar y vio, con espanto, que sus peores temores se confirmaban. Allí donde antaño había existido el atrio de la derruida la iglesia, se encontraban muchos de sus hermanos de religión bajo las órdenes de su padre. La sempiterna sonrisa de Daniel se había borrado y, ahora, convertido en un hombre enérgico, cuyos ojos brillaban con una luz maléfica, dirigía la operación de levantar una enorme cruz. La luz de una fogata iluminaba la terrible escena y la herniosa hebrea supo, al instante, de lo que se trataba. Se iba a realizar una crucifixión y la víctima sería su amante.
No pudo contenerse, y se presentó en medio de aquella asamblea de verdugos, ante la sorpresa de todos ellos. Llena de dolor e indignación, les dijo que no esperasen al cristiano que aguardaban. Ella le había prevenido. Se sentía avergonzada por su sed de sangre y ya no sentía judía ni se consideraba hija de aquel monstruo.
Daniel no podía creer lo que oía. ¡Su propia hija le había traicionado! Ciego de ira, la arrastró por los cabellos hasta los pies de la cruz, mientras se la entregaba al resto de la asamblea para que hiciesen con ella lo que quisieran. Esta infame había deshonrado a su religión y a sus hermanos.
Al día siguiente, mientras las campanas de todas las iglesias tocaban a gloria, Daniel abrió, como siempre, la puerta de casa y sentó a trabajar en su yunque, sonriendo y saludando a los que pasaban. Nada parecía haber cambiado, pero las celosías del ajimez no volvieron abrirse. La hermosa Sara no apareció ya más recostada en aquella ventana.
Pasó el tiempo y unos años después, un pastor le llevó al arzobispo una flor desconocida hasta entonces, que parecía reproducir los atributos de la pasión de Cristo. La había encontrado mientras apacentaba a su rebaño entre los restos de la derruida iglesia, enredada entre los muros decrépitos.
Tratando de descubrir aquel misterio, se trasladaron al lugar y cavaron para encontrar el origen de la extraña planta. Y lo que apareció fue el cadáver de una mujer y junto a él, los elementos que mostraba la flor y que correspondían a la agonía del Crucificado. Nunca se supo a quién correspondía aquel cuerpo, pero, durante muchos años, reposó y se le veneró en la ermita de San Pedro el Verde. A la flor, que ahora es bastante común, se la llamó, y aún se la llama, Rosa de Pasión.

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