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CUENTO DE NAVIDAD "EL FANTASMA DE MARLEY"


Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge [L1] había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ancestros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por consiguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el
clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él
habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario,
su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y
el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el
luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del
funeral, que fue solemnizado por él a precio de ganga.
La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe
duda de que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro

modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos
completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de
levantar-se el telón, no habría nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su
propiedad, con viento del Este, como para causar asombro en sentido literal en la mente
en-fermiza de su hijo; sería como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese
irreflexivamente tras la caída de la no-che a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de
Saint Paul.
Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años des-pués, allí seguía sobre la
entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y
Marley». Algunas personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge,
«Scrooge», y otras, «Marley», pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba,
tergiversaba, usurpaba, rebanaba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que
ningún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y
solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones
y afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había
enrojecido sus ojos, azulado sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz
raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba
consigo su gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más
calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado.
Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor podría
calentarle, ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que cualquier viento, más
pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las
inclemencias del tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y
neviscas podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se
desprendían» con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.
Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge,
¿cómo está usted? ¿Cuán-do vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna;
ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una
dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al
verle acercarse, arrastraban precipitadamente a sus dueños hasta los portales y los patios, y
después daban el rabo, como diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo
ciego!»
Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era precisamente lo que le gustaba. Para él era una
«gozada» abrirse camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo
sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias.
Érase una vez concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de
Nochebuena en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El
tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con niebla. Se podía oír el ruido de la
gente en el patio de fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose el pe-cho
y pateando el suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres,
pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las
ventanas de las oficinas cercanas como manchas rojizas en la espesa atmósfera parda. Bajó
la niebla y fluyó por todas las junturas, resquicios, ojos de cerradura, y en el exterior era
tan densa que, aunque el patio era de los más es-trechos, las casas de enfrente no eran más
que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se
hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y es-taba elaborando cerveza en gran escala.
La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a su
empleado que estaba copian-do cartas en una deprimente y pequeña celda, una especie de
cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lumbre del empleado era todavía
mucho más pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge
guardaba el carbón en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su
jefe anticiparía que tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con
su bufanda blanca a intentó calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y
fracasaron sus esfuerzos.
«¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino
de Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que
venía.
«¡Bah! dijo Scrooge . ¡Tonterías!»
El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por la rápida caminata bajo la niebla y la
helada; tenía un rostro agracia-do y sonrosado; sus ojos chispeaban y su aliento volvió a
condensarse cuando dijo:
«¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.»
«Sí que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para
estar feliz? Eres pobre de sobra.»
«Vamos, vamos» respondió el sobrino cordialmente .«¿Qué derecho tienes a estar triste?
¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado? Eres rico de sobra.
Scrooge no supo repentizar una respuesta mejor y dijo otra vez: «¡Bah!» y siguió con
«¡Tonterías!».
«No te enfades, tío», dijo el sobrino.
«¿Cómo no me voy a enfadar» respondió el tío , «si vivo en un mundo de locos como
éste? ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las Pascuas sino el
momento de pagar cuentas atrasadas sin tener dinero; el momento de darte cuenta de que
eres un año más viejo y ni una hora más rico; el momento de hacer el balance y comprobar
que cada una de las anotaciones de los libros te resulta desfavorable a lo largo de los doce
meses del año? Si de mí dependiera dijo Scrooge con indignación , a todos esos idiotas
que van por ahí con el Felices Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio
pudding [L3] y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. Eso es lo que
habría que hacer».
«¡Tío!», imploró el sobrino.
«¡Sobrino!», replicó el tío secamente, «celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al
mío».
«¡Celebraré!», repitió el sobrino de Scrooge. «Pero si tú no celebras nada...»
«Entonces déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que te aprovechen! ¡Mucho te han
aprovechado!»
«Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó el
sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad aparte de
la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que eso se puede apartar
siempre he pensado que son unas fechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto, de
caridad; el único momento que conozco en el largo calendario del año, en que hombres y
mujeres parecen haberse puesto de acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y
para considerar a la gente de abajo como compañeros de viaje ha-cia la tumba y no como
seres de otra especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto
en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y me seguirá
aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»
El escribiente de la cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto de su
inconveniencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagó del todo el último rescoldo.
«Que oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge, «y va a celebrar la Navidad con la pérdida
del empleo. Es usted un orador convincente, señor», agregó volviéndose hacia su sobrino.
«Me pregunto por qué no está en el Parlamento».
«No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana».
Scrooge dijo que le acompañaría sí, de veras que lo dijo . Pero completó la frase
diciendo que le acompañaría antes en la calamidad.
«Pero ¿por qué?», exclamó el sobrino de Scrooge. «¿Por qué?»
«¿Por qué te casaste?», dijo Scrooge.
«Porque me enamoré».
«¡Porque te enamoraste!», gruñó Scrooge, como si fuese la única cosa en el mundo más
ridícula que una feliz Navidad. «¡Buenas tardes!»
«No, tío, tú nunca venías a verme antes de hacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa para no
venir ahora?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge.
«No quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podernos ser amigos?»
«Buenas tardes», dijo Sctooge.
«Lamentó de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido ninguna querella,
al menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a la Navidad y mantendré el
espíritu de la Navidad hasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge.
A pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado. Se detuvo para
felicitar al escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable que Scrooge y devolvió
cordialmente la salutación.
«Otro que tal baila», murmuró Scrooge que le había oído. «Mi escribiente, con quince
chelines semanales, esposa y familia, hablando de Felices Pascuas. Es para meterse en un
manicomio».
Aquel lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dos
personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, y ahora estaban de pie,
descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la mano libros y papeles, y le
saludaron con una inclinación de cabeza.
«De Scrooge y Marley, creo», dijo uno de los caballeros comprobando su lista. «¿Tengo el
placer de dirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?»
«Mr. Marley lleva muerto estos últimos siete años», repuso Scrooge. «Murió hace siete
años, esta misma noche».
«No nos cabe duda de que su generosidad está bien re-presentada por su socio supérstite»,
dijo el caballero presen-tando sus credenciales.
Y era cierto porque ellos habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa palabra
«generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales.
«En estas festividades, Mr. Scrooge», dijo el caballero to-mando una pluma, «es más
deseable que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y menesterosos,
que sufren muchísimo en estos momentos. Muchos miles ca-recen de lo más indispensable
y cientos de miles necesitan una ayuda, señor».
«¿Ya no hay cárceles?», preguntó Scrooge.
«Está lleno de cárceles», dijo el caballero volviendo a posar la pluma.
«¿Y los asilos de la Unión[L4] ?», inquirió Scrooge. «¿Siguen en activo?»
«Sí, todavía siguen», afirmó el caballero, «y desearía poder decir que no».
«Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de Pobres y el Treadmill[L5] ?», dijo Scrooge.
«Los dos muy atareados, señor».
«¡Ah! Me temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les
impidiera seguir su beneficio-so derrotero», dijo Scrooge. «Me alegro mucho de oírlo».
«Teniendo la impresión de que esas instituciones probablemente no proporcionan a las
masas alegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondió el caballero, «unos cuantos de
nosotros estamos intentando reunir fondos para comprar a los pobres algo de comida y
bebida y medios de calentar-se. Hemos elegido estas fechas porque es cuando la necesidad
se sufre con mayor intensidad y más alegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?»
«¡Con nada!», replicó Scrooge.
«¿Desea usted mantener el anonimato?»
«Deseo que me dejen en paz», dijo Scrooge. «Ya que me preguntan lo que deseo,
caballeros, esa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo permitirme el lujo de
que gente ociosa la celebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento de los establecimientos
que he mencionado; ya me cuestan bastante, y quienes están en mala situación deben ir a
ellos».
«Muchos no pueden ir; y muchos preferirían la muerte antes de ir».
«Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así descendería el exceso de
población[L6] . Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta».
«Pero usted tiene que saberlo», observó el caballero.
«No es asunto mío», respondió Scrooge. «A un hombre le basta con dedicarse a sus propios
asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí continuamente ocupado.
¡Buenas tardes, caballeros!»
Viendo claramente que sería inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge
reanudó sus ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y mejor humor del
que en él era habitual.
Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensifica-do de tal modo que unas cuantas
personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus
servicios para ir delante de los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la
antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando
sigilosamente en dirección a Scrooge por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y
los cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le
castañeasen los dientes en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle principal, hacia
la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la conducción del gas y habían
encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se había reunido un grupo de
hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se calentaban las manos y guiñaban los
ojos ante las llamaradas. La llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se
congelaba en rencoroso silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de
los escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía
rojizos los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una
espléndida escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos principios
tan tediosos como los de la compraventa. El lord mayor[L7] , en su baluarte de la
magnífica Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta mayordomos y cocineros para
celebrar las Navidades como correspondía a la casa de un lord mayor; y hasta el
sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el lunes pasado por andar borracho
y pendenciero por las calles, estaba en su buhardilla revolviendo la masa del pudding del
día siguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera.
¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el buen San
Dunstan[L8] , en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la nariz del Espíritu
Maligno con solo un toque de semejante clima, se-guro que éste habría proferido los
mejores propósitos. El poseedor de una joven y escasa nariz, roída y mascullada por el
hambriento frío como un hueso roído por los perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura
de Scrooge para deleitar-le con un villancico. Pero a los primeros sones de

«¡Dios bendiga al jubiloso caballero!
¡Que nada le traiga el desaliento!»

Scrooge agarró la vara con tal energía que el cantor huyó des-pavorido, dejando el ojo de la
cerradura para la niebla y para la todavía más amable escarcha.
Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. Con muy mala voluntad, Scrooge desmontó de
su taburete y, tácitamente, admitió el hecho ante el expectante empleado de la Cisterna,
que sopló la vela al instante y se puso el sombrero.
«Supongo que usted querrá libre todo el día de mañana», dijo Scrooge.
«Si le parece conveniente, señor».
«No me parece conveniente», dijo Scrooge, «y no es razonable. Si por ello le descontara
media corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco?»
El escribiente esbozó una tímida sonrisa.
«Y sin embargo», dijo Scrooge, «no cree usted que el mal-tratado sea yo cuando pago un
jornal sin que se trabaje».
El escribiente comentó que sólo se trataba de una vez al año.
«Es una excusa muy pobre para saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre»,
dijo Scrooge abotonándose el abrigo hasta la barbilla. «Pero supongo que deberá tener el
día completo. ¡A la mañana siguiente preséntese aquí lo antes posible!»
El escribiente prometió que así lo haría y Scrooge salió gruñendo. En un abrir y cerrar de
ojos quedó clausurado el establecimiento; el escribiente, con los largos extremos de la
bufanda colgando por debajo de su cintura (no lucía abrigo) se lanzó veinte veces por un
tobogán en Cornhill, a la cola de una fila de chicos, en honor de la Nochebuena; luego
corrió a su casa, en Camdem Town, lo más deprisa que pudo, para jugar a la «gallina
ciega».
Scrooge tomó su triste cena en su habitual triste taberna; leyó todos los periódicos y se
entretuvo el resto de la velada con su libro de cuentas; después se marchó a su casa para
acostarse. Vivía en unas habitaciones que habían pertenecido a su difunto socio. Era una
lóbrega serie de cuartos en un desvencijado edificio aplastado en el fondo de un patio,
donde desentonaba tanto que uno podía fácilmente imaginar que había corrido hacia allí
cuando era una casa jovencita, jugando al escondite con otras casas, y había olvidado el
camino de salida. Ahora ya era lo bastante vieja y lo bastan-te lúgubre para que nadie
viviese en ella, salvo Scrooge; to-das las demás habitaciones estaban alquiladas para
oficinas. El patio estaba tan oscuro que el mismo Scrooge, que cono-cía cada piedra, no
dudó en ir tanteando con las manos. La niebla y la escarcha pendían sobre el negro y viejo
portón de la casa; parecía que el Genio del Tiempo estaba sentado en el umbral, en
dolientes meditaciones.
Ahora bien, es una realidad que el aldabón no tenía nada especial excepto que era muy
grande. También es cierto que Scrooge lo había visto noche y día durante todo el tiempo
que llevaba residiendo en aquel lugar. Cierto también que Scrooge tenía tan poco de eso
que se llama fantasía como cualquier hombre en la City de Londres[L9] , incluyendo que
ya es decir la corporación municipal, los concejales electos y los miembros de la Cámara
de Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo
pensamiento a Marley desde que había mencionado aquella tarde el fallecimiento de su
socio siete años atrás. Y entonces que alguien me explique, si es que puede, cómo ocurrió
que al meter la llave en la cerradura de la puerta, y sin que se diera un proceso intermedio
de cambio, Scrooge no vio un aldabón, sino el rostro de Marley en el aldabón.
El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable como los demás objetos del patio,
sino que tenía una luz mortecina a su alrededor, como una langosta podrida en una
despensa oscura. No mostraba enfado ni ferocidad, pero miraba a Scrooge como Marley
solía hacerlo: con fantasmagóricos lentes colocados hacia arriba, sobre su frente fantasmal.
Sus cabellos se movían de una manera extraña, como si al-guien los soplara o les aplicara
un chorro de aire caliente; y aunque tenía los ojos muy abiertos, mantenían una
inmovilidad perfecta. Esto y su coloración lívida le hacían horripilante; pero a pesar del
rostro y de su control, el horror pa-recía ser algo más que una parte de su propia expresión.
Cuando Scrooge miraba fijamente este fenómeno, volvió nuevamente a ser un aldabón.
No sería cierto afirmar que no estaba sobresaltado, o que sus venas no notaban una
sensación terrible que no había vuelto a experimentar desde su infancia. Pero puso la mano
en la llave que había soltado, la hizo girar con energía, entró y encendió la vela.
Con una indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta hizo una pausa y miró
cautelosamente hacia atrás, como si esperase el susto de ver la coleta de Marley asomando
por el lado del recibidor. Pero en el otro lado de la puerta no había más que los tomillos y
las tuercas que sujetaban el aldabón, de manera que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de un
portazo.
El ruido retumbó por toda la casa como un trueno. Todas las habitaciones de arriba y todos
los barriles de la bodega del vinatero, abajo, parecían tener una escala propia y dis-tinta de
ecos. Scrooge no era hombre que se asustara con los ecos. Aseguró el cierre de la puerta,
atravesó el recibidor y comenzó a subir las escaleras, pero lentamente y despabilando la
vela.
Se podría hablar por hablar sobre la manera de conducir una diligencia de seis caballos por
un buen tramo de viejas escaleras o a través de una mala y reciente Ley del Parlamen-to,
pero sí digo de veras que se podría subir por aquellas escaleras con una carroza fúnebre y
ponerla a lo ancho, con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la balaustrada; y se
podría hacer con facilidad. Había anchura suficiente y aun sobraría sitio; tal vez por esta
razón, Scrooge pensó que veía moverse delante de él, en la penumbra, un coche de pompas
fúnebres. Media docena de lámparas de gas del alumbrado público no hubieran sido
excesivas para ilumi nar la entrada de la casa, de manera que se puede imaginar la
oscuridad que había con la vela de sebo de Scrooge.
Siguió subiendo sin importarle un comino: la oscuridad es barata y a Scrooge le gustaba.
Pero antes de cerrar su pesada puerta recorrió las habitaciones para ver si todo estaba en
orden; deseaba hacerlo porque seguía recordando el rostro.
Cuarto de estar, dormitorio, trastero. Todo como debía estar. Nadie bajo la mesa, nadie bajo
el sofá; una pequeña lumbre en la parrilla de la chimenea; cuchara y bol preparados; y
sobre la repisa de la chimenea el cacillo de las gachas (Scrooge estaba resfriado). Nadie
bajo la cama; nadie dentro del armario; nadie metido en su bata, que colgaba contra la
pared en actitud sospechosa. El trastero, como de costumbre; el viejo guardafuegos,
zapatos viejos, dos cestas de pesca, un palanganero de tres patas y un atizador.
Bastante satisfecho, cerró su puerta y se atrancó por den-tro echando un doble cierre, cosa
que no solía hacer. Así, a salvo de sorpresas, se quitó la corbata, se puso la bata y las
zapatillas, el gorro de dormir y se sentó junto al fuego para tomarse las gachas.
Era una lumbre muy débil para una noche tan cruda. No tuvo más remedio que arrimarse a
ella como si estuviera in-cubando, para sacar de aquel puñadito de combustible la mínima
sensación de calor. La chimenea era antigua, construida hacía mucho tiempo por algún
comerciante holandés, y todo su contorno estaba alicatado con pintorescos azulejos
holandeses que ilustraban las Sagradas Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del
Faraón, reinas de Saba, mensajeros angélicos descendiendo por el aire sobre nubes como
colchones de plumas, Abrahanes, Baltasares, Apóstoles zarpando en barcos de mantequilla,
cientos de imágenes para distraer sus pensamientos; sin embargo, aquel rostro de Marley,
muerto siete años antes, venía como el antiguo callado del Profeta y se lo tragaba todo[L10]
. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en blanco y Scrooge hubiese tenido la
facultad de representar en su superficie alguna figura extraída de los dispersos fragmentos
de su pensamiento, en cada uno de ellos habría aparecido una copia de la cabeza del vie-jo
Marley.
«¡Tonterías!», dijo Scrooge, y empezó a caminar por la habitación. Dio varias vueltas y
volvió a sentarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse
sobre una campanilla, una campanilla fuera de use que col-gaba en el cuarto y, con algún
propósito ahora olvidado, comunicaba con un aposento situado en el piso más alto del
edificio. Con gran sorpresa y con un miedo extraño, inexplicable, cuando la estaba
mirando vio que la campanilla comenzaba a oscilar. Al principio se balanceaba tan poco
que apenas hacía ruido, pero pronto repicó fuerte, y también lo hicieron todas las demás
campanillas de la casa.
La cosa debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las
campanillas enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un ruido
estridente que venía de muy abajo, como si una persona estuvie-se arrastrando una pesada
cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero. Entonces Scrooge recordó hacer oído
que en las casas embrujadas los fantasmas arrastraban cadenas.
La puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo, y Scrooge oyó aquel ruido
con más claridad en los pisos de abajo; luego, subiendo por las escaleras y, seguidamente,
aproximándose directamente hacia su puerta.
«¡Siguen siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡No me lo puedo creer! »
No obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada puerta y se
quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las mortecinas llamas
saltaron como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!», y volvieron a
decaer.
El mismo rostro, el mismísimo. Marley como siempre, con su coleta, chaleco, calzas y
botas; las borlas de las botas tiesas y erectas, al igual que la coleta, los faldones de la levita
y los caballos. La cadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo; era larga y se le
enroscaba como una cola; estaba hecha (Scrooge la observó atentamente) con arquillas
para dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras de compraventa y pesadas
talegas de acero. Su cuerpo era tan transparente que al observarlo y mirar a través de su
chaleco, Scrooge podía ver los dos botones de la espalda de la levita.
Scrooge había oído decir frecuentemente que Marlcy no tenía entrañas, pero nunca se lo
había creído hasta ahora.
No, ni siquiera ahora se lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la veía de
pie ante él; aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos, mortalmente fríos; aunque
observó incluso la textura del paño doblado que le enmarcaba la cara, desde la barbilla
hasta la cabeza, envol-tura que no había notado antes..., aún seguía incrédulo y luchaba
contra sus propios sentidos.
«¿Qué significa esto?», dijo Scrooge, caústico y frío como nunca. «¿Qué se lo ha perdido
aquí?»
«¡Mucho!» Era la voz de Marley, sin la menor duda.
«¿Quién eres tú?»
«Pregúntame quién fui».
«Pues ¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando la voz. «Eres puntilloso... como sombra». Iba a
decir «para ser una sombras, pero le pareció más apropiado lo otro.
«En vida yo fui tu socio: Jacob Marley».
«¿Puedes... puedes sentarte?», preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente.
«Sí puedo».
«Entonces, hazlo».
Scrooge había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente podía
estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en caso de que le resultara imposible,
tal vez se haría necesaria una explicación embarazosa. Pero el fantasma se sentó al otro
lado de la chimenea como si estuviera acostumbrado.
«Tú no crees en mí», observó el fantasma.
«No, yo no», dijo Scrooge.
«¿Qué otra demostración quieres de mi existencia, además de la de tus sentidos?»
«No lo sé», dijo Scrooge.
«¿Por qué dudas de tus sentidos?»
«Porque», dijo Scrooge, «cualquier cosa les afecta. Un ligero desarreglo intestinal les hace
tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada, o un chorrito de mostaza,
una migaja de queso, un fragmento de patata medio cru-da. ¡Hay en ti más salsa de carne
que carne de tumba, seas quien seas[L11] !».
Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se sentía gracioso
entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para distraerse y dominar el terror que
le invadía; la voz del espectro le removía hasta la médula de los huesos.
Scrooge presentía que iba a desmoronarse si seguía sentado en silencio, sin apartar la
mirada de aquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algo muy espantoso en el halo
infernal que envolvía al espectro. Scrooge no podía verlo, pero se notaba claramente, pues
aunque el fantasma estaba sentado en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones y borlas
seguían agitándose como por el vapor caliente de un horno.
«¿Ves este palillo de dientes?», dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el motivo
ya señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan sólo un segundo, la petrificada
mirada de la aparición.
«Lo veo», replicó el fantasma.
«No lo estás mirando», dijo Scrooge.
«Pero lo veo», dijo el fantasma, «de todos modos».
«¡Bueno!», prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que tragárme-lo y el resto de mis días me veré
perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación. ¡Tonterías! Eso es lo
que te digo, ¡tonterías!»
En ese momento el espíritu lanzó un espeluznante quejido y sacudió la cadena con un
ruido tan lúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para no
caer desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuan-do al quitar el fantasma la venda
que enmarcaba su rostro, como si dentro de la casa le sofocara el calor, ¡se le desmoronó la
mandíbula inferior sobre el pecho!
Scrooge cayó de rodillas y, con manos entrelazadas, imploró ante él:
«¡Piedad!», exclamó. «Horrenda aparición, ¿por qué me atormentas?»
«¡Materialista!», replicó el fantasma. «¿Crees o no crees en mí?»
«Sí, sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿por qué los espíritus deambulan por la tierra y
por qué tienen que aparecer-se a mí?»
«Está ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se acerque a
sus congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho; y si ese espíritu no lo
hace en vida, será condenado a hacerlo tras la muerte.
Quedará sentenciado a vagar por el mundo ¡ay de mí!- y ser testigo de situaciones en las
que ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo hecho para procurar
fe-licidad.
El espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudió la cadena y se retorció con desesperación
sus manos espectrales.
«Estás encadenado», dijo Scrooge tembloroso. «Cuéntame por qué».
«Arrastro la cadena que en vida me forjé», repuso el fantasma. «Yo la hice, eslabón a
eslabón, yarda a yarda[L12] ; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia voluntad la
llevo. ¿Te resulta extraño el modelo?»
Scrooge cada vez temblaba más.
«¿O ya conoces», prosiguió el fantasma, «el peso y la longitud de la apretada espiral que tú
mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan larga como ésta. Desde
entonces, has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una cadena impresionante!»
Scrooge miró de reojo a su alrededor como si esperase en-contrarse rodeado por cincuenta
o sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada.
«Jacob», dijo implorante. «Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo
tranquilizador, Jacob».
«No puedo», contestó el fantasma. «Eso tiene que venir de otras regiones, Ebenezer
Scrooge, y son otros ministros quienes lo aplican a otra clase de personas. Tampoco puedo
decirte todo lo que quisiera; sólo un poquito más me está permitido. Yo no tengo reposo, no
puedo quedarme en ninguna parte, no puedo demorarme. Mi espíritu nunca salió de
nuestra contaduría ¡óyeme bien! , en vida mi espíritu jamás se aventuró más allá de los
mezquinos límites de nuestro tugurio de cambistas. ¡Y ahora me esperan jornadas
agotadoras! »
Siempre que se ponía meditabundo, Scrooge tenía la costumbre de meter las manos en los
bolsillos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sin alzar la mirada y sin ponerse en pie,
mientras ponderaba las palabras del fantasma.
«Has debido estar un poco torpe, Jacob, comentó Scrooge con tono de negociante
profesional, aunque con humildad y deferencia.
«¡Torpe!», repitió el fantasma.
«Siete años muerto», musitó Scrooge, «¿y viajando todo el tiempo?>
«Todo el tiempo», dijo el fantasma. «Sin descanso, sin paz, con la incesante tortura de los
remordimientos»
«¿Viajabas rápido?», dijo Scrooge.
«En las alas del viento», contestó el fantasma.
«Has debido pasar por encima de muchos terrenos en siete años», dijo Scrooge.
Al oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló la cadena en el silencio de muerte de la
noche, con tal estrépito que la Patrulla Nocturna habría tenido toda la razón si le hubiera
denunciado por escándalo público.
«¡Oh! cautivo, preso, aherrojado», gimió el fantasma, «¡sin saber que son necesarios años y
años de incesante labor de criaturas inmortales para que esta tierra entre en la eterni-dad
después de haber hecho en ella todo el bien que sea posible. Sin saber que todo espíritu
cristiano, actuando caritativamente en su pequeña esfera, sea la que sea, se encontrará con
que su vida mortal es demasiado breve para sus grandes posibilidades de servicio. Sin saber
que ninguna clase de arrepentimiento podrá enmendar la oportunidad perdida en vida! ¡Y
ése fui yo! ¡Ay, eso me sucedió!»
«Pero tú siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob, balbuceó Scrooge, que ahora
empezaba a aplicarse el cuento.
«¡Negocios!», exclamó el fantasma entrelazando otra vez las manos. «El género humano
era asunto mío. El bienestar general era negocio mío; la caridad, compasión, paciencia y
benevolencia eran todas de mi incumbencia. Mis relaciones comerciales no eran más que
una gota de agua en el anchuroso océano de mis asuntos».
Levantó la cadena con el brazo extendida, como si ella fuera la causa de su irreparable
dolor, y la tiró con violencia contra el suelo.
«En esta época del año es cuando sufro más», dijo el espectro. «¿Por qué habré andado
entre la multitud de mis semejantes con la mirada baja, sin alzar nunca mis ojos hacia esa
bendita Estrella que guió a los Santos Reyes hasta el humilde portal? ¡Como si no
existieran hogares a los que me hubiera podido conducir su luz!»
Al oír al espectro expresarse en aquellos términos, Scroo-ge se sentía sumamente
acongojado y empezó a temblar como una hoja.
«¡Escúchame!», exclamó el fantasma. «Mi tiempo se acaba».
«Lo haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel! ¡No te pongas poético, Jacob! ¡Te lo
suplico!»
«No podría decirte cómo me aparezco ante ti de manera visible, pero he estado sentado a tu
lado, invisible, durante días y días».
No era una idea muy agradable. Scrooge se estremeció y enjugó el sudor de su frente.
«Y no es una parte ligera de mi penitencia», prosiguió el fantasma. «Esta noche estoy aquí
para advertirte que aún te queda una oportunidad para escapar a un destino como el mío.
Una oportunidad, una esperanza que yo te he conse-guido, Ebenezer».
«Siempre fuiste un buen amigo», dijo Scrooge. «¡Gracias!>
«Vas a ser hechizado por Tres Espíritus», continuó el fantasma.
El semblante de Scrooge se quedó casi tan desencajado, como el del fantasma.
«¿Era eso la oportunidad y la esperanza que mencionaste, Jacob?», preguntó con voz
quebrada.
«Lo es».
«Yo..., yo casi estoy pensando que mejor no», dijo Scrooge.
«Sin esas visitas», dijo el fantasma, «no tendrás esperanza de evitar un destino como el
mío. El primero vendrá maña-na, cuando las campanas den la una».
«¿No podrían venir los tres y acabar de una vez, Jacob?», insinuó Scrooge.
«Espera al segundo a la noche siguiente a la misma hora. El tercero, a la siguiente noche,
cuando se extinga la vibración de la última campanada de las doce. No volverás a ver-me
y, por la cuenta que te sigue, ¡recuerda todo lo que ha sucedido entre nosotros!»
Tras pronunciar estas palabras, el espectro recogió el pañuelo de encima de la mesa y se lo
volvió a enrollar bajo la mandíbula, tal como lo tenía antes. Scrooge supo que así lo había
hecho por el sonido de los dientes al chocar cuando el vendaje volvió a juntar las
mandíbulas. Se atrevió a levantar la mirada otra vez y se encontró con el visitante
sobrenatural encarándole en actitud erguida, con la cadena enrosca-da al brazo.
La aparición se alejó retrocediendo y a cada paso que daba la ventana se iba abriendo poco
a poco, de manera que al llegar el espectro estaba abierta de par en par. Le hizo señas a
Scrooge para que se aproximase y éste así lo hizo. Cuando estaba a dos pasos de distancia,
el fantasma de Marley levantó la mano para advertirle que no siguiera acercándose.
Scrooge se detuvo. Se detuvo más por miedo y sorpresa que por obediencia: nada más
levantar la mano comenzaron a oírse extraños ruidos; sonidos incoherentes de lamentación
y pesar; quejidos de indecible arrepentimiento y compunción. El espectro, tras escuchar
por un momento, se unió al macabro gorigori y salió flotando hacia la negra y siniestra
noche.
Scrooge continuó hasta la ventana con desesperada curiosidad. Se asomó.
Por el aire se movían sin descanso, de un lado a otro, numerosísimos fantasmas que
gemían al pasar. Todos llevaban cadenas como las del fantasma de Marley; unos cuantos
(tal vez gobiernos culpables) iban encadenados en grupo; ninguno estaba libre de cadenas.
Scrooge había conocido en vida a muchos de ellos. Había tenido bastante relación con un
viejo fantasma que llevaba un chaleco blanco y una monstruosa caja de caudales atada al
tobillo, que lloraba compungido porque le era imposible auxiliar a una desdichada mujer
con un hijito, a la que estaba viendo allá abajo apoyada en el quicio de la puerta.
Claramente se percibía que el tormento de todos ellos consistía en que deseaban intervenir,
para bien, en situaciones humanas, pero habían perdido para siempre la capacidad de
hacerlo.
Scrooge no sabría decir si aquellas criaturas se disolvieron en la niebla o si la niebla les
ocultó, pero ellos y sus voces espectrales desaparecieron a la vez. La noche volvió a ser
como cuando él llegó a su casa.
Cerró la ventana y examinó la puerta que había cruzado el fantasma. Seguía con el doble
cierre que había echado con sus propias manos y los cerrojos estaban intactos. Intentó decir
«¡Tonterías!», pero se quedó en la primera sílaba. Estaba extenuado y, ya sea por las
emociones vividas, las fatigas del día, los atisbos del Mundo Invisible, la sombría
conversación con el fantasma o lo tardío de la hora, se fue directamente a la cama, sin
desvestirse, y se quedó dormido al instante.

EL PRIMERO DE LOS TRES ESPÍRITUS

Cuando Scrooge se despertó, la oscuridad era tan intensa que al mirar desde la cama apenas
podía diferenciar la trasparencia de la ventana de las paredes opacas de su aposento.
Cuando estaba intentando traspasar la oscuridad con sus ojos de gavilán, las campanas de
una iglesia cercana dieron los cuatro cuartos; él permaneció atento a la hora.
Para su gran sorpresa, la campana mayor pasó de las seis a las siete, de las siete a las ocho,
y así sucesivamente hasta las doce; luego dejó de sonar. ¡Las doce! Cuando se acostó eran
mas de las dos. El reloj no funcionaba bien. Tal vez se le había incrustado un carámbano en
la maquinaria. ¡Las doce!
Apretó el resorte de su reloj repetidor para comprobar el error del otro reloj enloquecido,
pero su pequeña pulsación acelerada latió doce veces y se detuvo.
«Pero, ¿qué está pasando? ¡Es imposible!», dijo Scrooge. «No es posible que haya estado
durmiendo un día completo hasta la noche siguiente ¡Y es imposible que le haya sucedido
algo al sol y sean las doce del mediodía!
La idea no dejaba de ser alarmante; saltó de la cama y se fue acercando a tientas hasta la
ventana. Para poder ver algo tuvo que frotar la escarcha con la maga de la bata; aún así,
logró ver muy poco. Sólo consiguió comprobar que continuaba una niebla y un frio muy
intensos y que no se oía ruido de actividad de gente alarmada, como se habría escucha-do
ineludiblemente si la Noche hubiese derrotado al claro Día, tomando posesión del mundo.
Era un gran alivio por-que sino hubiera días que contar lo de «a tres días de esta primera de
cambio, pagaré al señor Ebenezer Scrooge o a su orden...etc.» se habría convertido en papel
mojado, como los pagarés de los Estados Unidos[L13] .
Scrooge se volvió a la cama, pensó y repensó pero no se le ocurria ninguna explicación.
Cuando más pensaba, más perplejo estaba, y cuanto más procuraba no pensar, más
pensaba en ello. El fantasma de Marley le había trastornado pro-fundamente. Cada vez
que, tras madura reflexión, llegaba a la conclusión de que todo era un sueño, sus
pensamientos, al igual que un fuerte muelle tensado, volvían a la posición inicial y
replanteaban el mismo problema: «¿era o no era un sueño?».
Scrooge permaneció en tal estado hasta que las campanas dieron otros tres cuartos de hora
y entonces, súbitamente, recordó que el fantasma le había anunciado una aparición cuando
la campana diera la una. Decidió permanecer alerta hasta que pasase ese tiempo. Y
considerando que tenía tan-ta posibilidad de dormirse como de ir al cielo, tal vez aquella
fuese la resolución más prudente que podía haber adoptado.
El cuarto de hora se le hizo tan largo que en más de una ocasión tuvo la impresión de
haberse adormecido sin oír el reloj. Al fin, un repique llegó a sus oídos atentos.
«Ding, dong»
«Y cuarto», dijo Scrooge, contando.
«¡Ding, dong!»
«¡Y media!», dijo Scrooge.
«¡Ding, dong! »
«Menos cuarto», dijo Scrooge.
«¡Ding, dong! »
«La hora», dijo Scrooge triunfalmente, «¡y nada de nada! »
Había hablado antes de que sonase la campana de las ho-ras, que lo hizo a continuación con
una profunda, triste, cavernosa y melancólica U N A . Al instante, la habitación quedó
inundada de luz y se corrieron los cortinajes de su cama.
Las cortinas de la cama fueron descorridas lo aseguro-- por una mano. No las coronas de
la cabecera ni de los pies, sino las del lado hacia el que miraba. Las cortinas de la cama
fueron descorridas; Scrooge se incorporó precipitadamente y, en postura semi recostada,
se encontró cara a cara con el visitante ultraterrenal que las había descorrido. Estaba tan
cerca de él como yo lo estoy de ti, lector, y en espíritu estoy a tu lado.
Era un extraño personaje, como un niño, y sin embargo parecía un anciano visto a través de
una cierta áurea sobre-natural que le daba el aspecto de haber ido retrocediendo del campo
visual hasta quedar reducido a las proporciones de un niño. El cabello le caía hasta los
hombros y era blanco; como el de un anciano, sin embargo, no había arrugas en su rostro
sino la más aterciopelada lozanía. Tenía unos brazos muy largos y musculosos, igual que
las manos, dan-do una impresión de fuerza excepcional. Sus piernas y pies, al igual que los
miembros superiores, estaban desnudos y maravillosamente conformados. Vestía una
túnica inmaculada-mente blanca y ceñía su cintura un lustroso cinturón con hermoso
brillo. En la mano llevaba una rama verde de acebo y, en extraña contradicción con tal
invernal emblema, su ro-paje estaba salpicado de flores estivales. Pero lo más sorprendente
era el chorro de luz fulgente que le brotaba de la coronilla y hacía visibles todas estas
cosas. También tenía un gorro con forma de gran matacandelas, que ahora llevaba bajo el
brazo, pero sin duda utilizaría en los momentos de apagamiento.
Con todo, no era esto lo más extraordinario. Cuando Scrooge le miró con creciente
atención vio que el cinturón destellaba y titilaba ora en un punto, ora en otro, y donde en
un instante había luz, en otro momento estaba apagado, de manera que fluctuaba la propia
imagen del personaje: ahora era una cosa con un brazo, ahora con una pierna, después con
veinte piernas, o un par de piernas sin cabeza, o una cabeza sin cuerpo. Las partes que se
disolvían estaban fundidas con las densas tinieblas de modo que nada de ellas se podía
vislumbrar. Y lo maravilloso es que reaparecía nueva-mente con más claridad y nitidez que
antes.
«¿Es usted, señor, el espíritu cuya llegada se me anunció?», preguntó Scrooge.
«Yo soy».
La voz era suave y afable, curiosamente apagada, como si en vez de estar tan cerca, hablase
desde lejos.
«¿Quién y qué es usted!», preguntó Scrooge.
«Soy el fantasma de la Navidad del Pasado».
«¿Pasado lejano?», inquirió Scrooge mientras observaba su estatura minúscula. .
«No. Tu pasado».
Si alguien le hubiera preguntado, Scrooge tal vez no habría sabido explicar la razón, pero
sentía un deseo especial de ver al espíritu con el gorro puesto y le rogó que se cubriera.
«¡Qué dices!», exclamó el fantasma, «¿ya quieres apagar, con tus manos mundanas, la luz
que te doy? ¿No te basta con ser uno de esos cuyas pasiones hicieron este gorro y me han
obligado a llevarlo encasquetado hasta las cejas durante años y años?».
Con la mayor reverencia, Scrooge negó cualquier intención de ofender y todo
conocimiento de haber «encapotado» voluntariamente al espíritu en ningún momento de su
vida.
Luego le preguntó abiertamente qué asuntos le habían llevado allí.
«¡Tu propio bien!», dijo el fantasma.
Scrooge expresó sus agradecimientos, pero sin dejar de pensar que para alcanzar esa
finalidad hubiera sido preferible dejarle descansar toda la noche, sin sobresaltos. El espíritu
debió de leer su pensamiento porque dijo de inmediato:
«¡Y todavía te quejas! ¡Ten cuidado!
Y al decir esto, extendió su poderosa mano y le agarró por brazo con suavidad.
«¡Levántate y ven conmigo!»
De nada habría servido que Scrooge arguyera que ni el clima ni la hora resultaban los más
adecuados para sus pro-pósitos peatonales, ni que la cama estaba caliente y el termómetro
muy por debajo del punto de congelación; ni que iba muy ligero de ropa, en zapatillas, bata
y gorro de dormir, o que estaba sufriendo un resfriado. El apretón, aun-que suave como el
de una mano femenina, era ineludible. Scrooge se levantó, pero al ver que el espíritu se
dirigía a la ventana se colgó de su túnica y suplicó:
«Yo soy hombre mortal y podría caerme».
«Basta un simple toque de mi mano ahí», dijo el espíritu posándola sobre su corazón, «y
quedarás salvo para esto y más aún».
Tras pronunciar estas palabras, atravesaron la pared y fue-ron a dar a una carretera en plena
campiña, con campos de labor a ambos lados. La ciudad se había desvanecido por
completo, hasta el último vestigio. La oscuridad y la bruma habían desaparecido con la
ciudad, dando paso a un día invernal, claro y con nieve cubriendo el suelo.
«¡Cielo Santo!», dijo Scrooge enlazando sus manos y observando el entorno. «¡Yo nací en
este lugar! ¡Aquí pasé mi infancia! ».
El espíritu le miró de soslayo con indulgencia. El suave toquecito, aunque ligero y breve,
parecía seguir afectando a las sensaciones del anciano, percibía mil olores flotando en el
aire, cada cual relacionado con mil recuerdos, ilusiones y preocupaciones, olvidados largo,
largo tiempo atrás.
«Te tiemblan los labios», dijo el fantasma. «Y ¿qué tienes en la mejilla?»
Scrooge musitó, con inusual vacilación en la voz, que era un grano, y rogó al fantasma que
le llevara a donde tuviera que llevarle.
«¿Recuerdas el camino?», interrogó el espíritu.
«¡Que si lo recuerdo!», exclamó Scrooge con fervor. «Po-dría reconocerlo a ciegas».
«Es raro que te hayas olvidado durante tantos años», observó el fantasma. «Vámonos».
Echaron a andar por la carretera. Scrooge iba reconociendo cada portilla, cada poste, cada
árbol, hasta que apareció en la lejanía un pueblecito con su puente, iglesia y serpenteante
río. Ahora veían trotar, en dirección a ellos, unos cuan-tos caballitos peludos, montados por
chicos que llamaban a otros chicos subidos en carretas y carros conducidos por granjeros.
Todos manifestaban gran animación y el ancho campo terminó llenándose de una música
tan alegre que hasta el aire fresco se reía al escucharla.
«Solamente son las sombras de lo que ha sido», dijo el fantasma. «No son conscientes de
nuestra presencia».
La bulliciosa comitiva se iba acercando; Scrooge sabía los nombres de todos. ¡Cómo
disfrutó al verlos! ¡Qué brillo tenían sus fríos ojos y qué palpitaciones en su corazón
mientras pasaban! Se sintió inundado de gozo cuando les oyó felicitarse la Navidad, al
despedirse en los cruces de los caminos para ir cada cual a su hogar ¿Qué era para Scrooge
la Feliz Navidad? ¡Y dale con feliz Navidad! ¿Qué bien le había pro-porcionado a él?
«La escuela no está vacia del todo», dijo el fantasma. «Aún queda allí un niño solitario,
abandonado por sus compañero».
Scrooge dijo que ya lo sabía. Y sollozó.
Dejaron la carretera principal para continuar por un sendero, bien recordado y enseguida
llegaron a una mansión de ladrillo rojo deslucido, con una cúpula en el tejado corona-da por
una veleta de gallo y una campana. Era una gran casa, pero venida a menos. Las espaciosas
dependencias se utilizaban muy poco y las paredes estaban húmedas y enmohecidas, las
ventanas rotas, las puertas vencidas. Por los establos se contoneaban y cacareaban las aves
de corral. La hierba invadía cocheras y cobertizos. El interior de la casa no había
conservado mejor su antiguo esplendor; cuando penetraron en el sombrío vestíbulo y dieron
un vistazo por las puertas abiertas de numerosas habitaciones, las encontraron pobre-mente
amuebladas, frías y destartaladas. Había algo en el aire, en la desolada desnudez del lugar,
que de alguna manera se asociaba al hecho de madrugar demasiado y comer muy poco.
El fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulo hasta llegar a una puerta en la parte trasera
de la casa. Se abrió y dio paso a un cuarto largo, melancólico y desnudo, desnudez aún más
acentuada por las sencillas alineaciones de bancos y pupitres. En uno de ellos, un
muchacho solitario leía cerca de un fuego exiguo. Scrooge se sentó en un banco y se le
cayeron las lágrimas al ver su pobre y olvidada persona tal y como había sido.
El eco latía en la casa, chilliditos y carreras de ratones tras el entarimado, un goteo de la
fuente semicongelada del des-lucido patio trasero, un susurro entre las ramas sin hojas de
un álamo desesperado, el inútil balanceo de una puerta de despensa vacía, el chisporroteo
del fuego, llegaron al corazón de Scroope con su influjo enternecedor y dieron rienda
suelta a sus lágrimas.
El espíritu le tocó en el brazo y señaló hacia su joven persona, absorta en la lectura. De
pronto, apareció tras la ven-tana un hombre maravillosamente real y visible, exóticamente
ataviado, con una segur en su cinturón y llevando de la brida un asno cargado de leña.
«¡Es Alí Babá!», exclamó Scrooge extasiado. «¡Es mi querido y honrado Alí Babá! ¡Sí, sí,
yo lo se! Una Navidad, cuan-do aquel niño solitario tuvo que quedarse aquí
completa-mente solo, él vino, por primcra vez, igual que ahora. ¡Pobre muchacho! ¡Y
Valentine y su hermano salvaje Orson[L14] , ahí van! ¡Y ese otro, ¿cómo se llama?, al que
pusieron en calzoncillos, dormido, en la puerta de Damasco. ¿No lo ves! ¡Y el caballerizo
del Sultán colocado por los Genios boca aba-jo, ahí está de cabeza! ¡Se lo merecía; me
alegro, ¿quién le mete a casarse con la princesa[L15] ?!.
Los hombres de negocios que conocían a Scrooge se habrían llevado una sorpresa
mayúscula si le hubiesen visto gastar toda su energía en tales asuntos, con un tono de voz
de lo más singular, a medio camino entre la risa y el llanto, y si hubiesen observado su
rostro excitado y acalorado.
«¡Ahí está el Loro!», exclamó Scrooge. «El cuerpo verde y la cola amarilla, con algo
parecido a una lechuga saliéndo-le de lo alto de la cabeza. ¡Ahí está! Pobre Robin Crusoe,
le dijo cuando volvió a casa tras navegar alrededor de la isla. "Pobre Robin Crusoe, ¿dónde
has estado Robin Crusoe?". El hombre pensó que soñaba, pero no. Era el loro, ¿verdad?.
¡Allá va Viernes, corriendo hacia la pequeña ensenada para salvarse! ¡Vámos! ¡Corre!».
Después, con una repentina transición, muy lejana a su habitual carácter, dijo
compadeciéndose de su pasado: «¡Pobre muchacho!», y volvió a llorar.
«Desearía...», murmuró metiendo la mano en el bolsillo y mirando alrededor, tras secar los
ojos con la manga, «pero ahora ya es demasiado tarde».
«¿De qué se trata», preguntó el espíritu.
«Nada», contestó Scrooge, «nada. Anoche, un chico estuvo cantando un villancico en mi
puerta. Desearía haberle dado algo; eso es todo».
El fantasma sonrió pensativamente a hizo un ademán con la mano mientras decía:
«¡Veamos otra Navidad!».
Con estas palabras, la persona del Scrooge juvenil se hizo mayor y la estancia se volvió un
poco más oscura y más sucia. Los paneles encogidos, las ventanas rotas; fragmentos de
yeso se habían desprendido del techo dejando a la vista las rasillas. Pero Scrooge no sabía
cómo se habían producido es-tos cambios; no sabía más que tú, lector. Lo único que sabía
es que era cierto, así había sucedido; y sabía que él estaba allí, otra vez solo, cuando todos
los demás chicos se habían ido a casa a pasar las festivas vacaciones.
Ahora no estaba leyendo sino dando pasos arriba y abajo, desesperado. Scrooge miró al
fantasma y con un dolorido movimiento de negación con la cabeza, dirigió una mirada
llena de ansiedad hacia la puerta. La puerta se abrió y una niñita, de edad mucho menor
que el muchacho, entró como una exhalación, le echó los brazos al cuello y le besaba
repetidamente llamándole «Querido, querido hermano».
«¡He venido para llevarte a casa, querido hermano!», de-cía la niña palmoteando con sus
manos pequeñas y encogi-da por las risas. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!
«¿A casa, mi pequeña Fan?», contestó el muchacho.
«¡Sí!», dijo la niña desbordante de felicidad. «A casa, a casa para siempre. Ahora Padre
está mucho más amable, nuestra casa parece el cielo. Una bendita noche, cuando me iba a
la cama, me habló tan cariñoso que me atreví a preguntarle una vez más si tú podrías
volver; y dijo que sí, que era lo mejor, y me mandó en un coche a buscarte. ¡Ya vas a ser un
hombre», dijo la niña, abriendo los ojos, «y nunca vas a volver aquí; estaremos juntos toda
la Navidad y será lo más maravilloso del mundo!»
«¡Eres toda una mujer, Fan!», exclamó el chico.
Ella palmoteaba, reía a intentó llegarle a la cabeza, pero era demasiado pequeña y reía otra
vez, y se puso de puntillas para abrazarle. Luego empezó a arrastrarle, con infantil
impaciencia, hacia la puerta, y él de muy buen grado la acompañó.
Una voz terrible gritó en el vestíbulo «¡Bajad el baúl del Sr. Scrooge, aquí!». Y en el
vestíbulo apareció el director de la escuela en persona, observó al Sr. Scrooge con feroz
con-descendencia y le estrechó las manos, sumiéndole en un es-tado de terrible confusión.
A continuación condujo a Scrooge y su hermana hasta la sala de visitas más estremecedora
que se haya visto, donde los mapas en la pared y los globos terráqueos y celestes en las
ventanas estaban cerúleos por el frio. Allí sacó una licorera de vino sospechosamente claro,
y un bloque de pastel sospechosamente denso, y administró a los jóvenes «entregas» de
tales exquisiteces. Al mismo tiempo, envió fuera a un enflaquecido sirviente para que
ofreciese un vaso de «algo» al chico de la posta, quien respondió que daba las gracias al
caballero, pero si lo que le iban a dar salía del mismo barril que ya había probado
anteriormente, prefería no tomarlo. El baúl del señor Scrooge ya estaba amarrado en el
carruaje; los niños se despidieron gustosos del director de la escuela, se acomodaron en él y
rodaron alegre-mente hacia la curva del parque, las veloces ruedas pulverizaban y rociaban
de escarcha y de nieve las oscuras hojas pe-rennes de los arbustos.
«Fue siempre una criatura tan delicada que podía caerse con un soplo. ¡Pero qué gran
corazón tenía!», dijo el fantasma.
«¡Sí que lo tenía!», lloró Scrooge. «Tienes razón. No seré yo quien lo niegue, espíritu.
¡Dios me libre!».
«Murió cuando ya era una mujer», dijo el espíritu, «y te-nía, creo, hijos».
«Un hijo», puntualizó el fantasma. «¡Tu sobrino!».
Scrooge sintió malestar y contestó solamente «sí».
Aunque sólo hacía un momento que había dejado atrás la escuela, ahora se encontraban en
la bulliciosa arteria de una ciudad, donde sombras de transeúntes pasaban y volvían a
pasar, donde sombras de carruajes y coches luchaban por abrirse paso, y donde se producía
todo el tumulto y estrépito de una ciudad real. Por el adorno de las tiendas se notaba
claramente que también allí era el tiempo de la Navidad. Pero era una tarde y las calles ya
estaban alumbradas.
El fantasma se detuvo en la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía.
«¡Conocerlo!», dijo, «¿Acaso no me pusieron de aprendiz aquí?».
Ante la visión de un viejo caballero con peluca galesa, sentado tras un pupitre tan alto que
si él hubiese sido dos pulgadas más alto su cabeza habría chocado contra el techo, Scrooge
exclamó con gran excitación:
«¡Pero si es el viejo Fezziwig!, ¡Dios mio, es Fezziwig vivo otra vez!».
El viejo Fezziwig posó la pluma y miró el reloj de la pa-red, que señalaba las siete. Se frotó
las manos, se ajustó el amplio chaleco, se rió con toda su persona, desde la punta del zapato
hasta el órgano de la benevolencia [L16] y gritó con una voz consoladora, profunda, rica,
sonora y jovial:
«¡Eh, vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick!».
El Scrooge del pasado, ahora ya un hombre joven, apare-ció con prontitud acompañado por
su compañero aprendiz.
«¡Dick Wilkins, claro está!», dijo Scrooge al fantasma. «Sí. Es él. Me quería mucho, Dick,
¡Pobre Dick! ¡Señor, señor!». «¡Hala, chicos! », dijo Fezziwig, «se acabó el trabajo por
hoy. ¡Nochebuena, Dick! ¡Navidad, Ebenezer! ¡A echar el cierre! », exclamó Fezziwig con
una sonora palmada,¡sin esperar un momento! ».
¡No se podría creer la rapidez con que los chicos se pusie-ron manos a la obra! Cargaron a
la calle con los cierres uno, dos, tres , los colocaron en su sitio cuatro, cinco, seis ,
echaron las barras y los pasadores siete, ocho, nueve y volvieron antes de poder contar
doce, trotando como caballos de carreras.
«¡Vamos allá!», exclamó Fezziwig resbalando desde el alto pupitre con pasmosa agilidad.
«¡Despejad todo, muchachos, aquí hay que hacer mucho sitio! ¡Venga Dick! ¡Muévete,
Ebenexer! ».
¡Despejad! No había nada que no quisiesen o pudiesen despejar bajo la mirada del viejo
Fezziwig. Quedó listo en un minuto. Se apartaron todos los muebles como si se
desechasen de la vida pública para siempre. El suelo se barrió y fregó. Se adornaron las
lámparas y se amontonó combustble ijunto al hogar, y el almacén se convertió en un salón
de baile tan acogedor, caliente, seco y brillante como uno desearía ver en una noche de
invierno.
Llegó un violinista con un libro de partituras y se encaramó al excelso pupitre
convirtiéndolo en escenario, y al afinar sonaba como un dolor de estómago. Entró la
señora Fezziwig, sólida y consistente, toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig,
radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes pretendientes cuyos corazones ellas habían
roto. Entraron todos los hombres y mujeres jóvenes empleados en el negocio. Entró la
criada, con su primo el panadero. Entró la cocinera con el amigo de su hermano, el lechero.
Entró el chico de enfrente, del cual se sospechaba que su patrón no le daba comida
suficiente; entró disimuladamente tras la chica de la puerta siguiente a la de al lado, de la
que se había comprobado que su señora le daba tirones de orejas. Todos entraron, uno tras
otro. Algunos tímidamente, otros descaradamente; unos con gracia, otros desmañados; unos
tirando, otros empujando. De una a otra forma, entraron todos. Y allí estaban veinte parejas
a la vez, de las manos media vuelta y de espalda para atrás; juntos en el medio y otra vez
adelante; gira y gira en diversas figuras de afectuosa agrupación; la vieja pareja de cabeza,
girando siempre hacia el lado equivocado; la nueva pareja de cabeza a empezar otra vez
cuando les tocaba el tumo; todos parejas de cabeza y ninguna de cola. Cuando se vio el
resultado, el viejo Fezziwig, dando palmadas para detener la danza, gritó: ¡Muy bien!, y el
violinista hundió su rostro acalorado en un gran tanque de cerveza, especial para la ocasión.
Sin querer más descanso, volvió a empezar al instante, aunque todavía no tenía bailarines,
como si al violinista anterior lo hubiesen tenido que llevar a su casa agotado. Ahora parecía
un hombre nuevo, dispuesto a vencer o morir.
Hubo más danzas; luego, juego de prensas y más danzas; había tarta, sangría caliente, un
gran pedazo de asado frío y un gran pedazo de hervido frío, pastelillos de carne y
abundante cerveza. Pero el gran efecto de la velada se produjo tras el asado y el hervido,
cuando el violinista (un perro viejo; la clase de persona que sabía lo que hacía mejor que
nadie) atacó los acordes de «Sir Roger de Coverley». El viejo Fezziwig sacó a bailar a la
señora Fezziwig, encabezando la danza otra vez frente a unas parejas que no se achicaban
fácilmente, gente capaz de danzar aunque no tuviesen noción de andar.
Pero aunque hubiesen sido muchas más parejas, el viejo Fezziwig habría podido medir
fuerzas con todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por lo que a ella respecta, merecía
emparejarse con él en todos los sentidos de la palabra, y si ésta no es alabanza suficiente,
dígaseme otra y la utilizaré. Ellas brillaban como lunas en todas las fases de la danza. No se
podía predecir qué harían al momento siguiente. Y cuan-do el viejo Fezziwig y señora
realizaron todas las figuras de la danza avance y retirada, sujetando a la pareja de las
manos, inclinación y reverencia; movimiento en espiral; «enhebra la aguja y vuelve a tu
sitio» , Fezziwig «cortó»; cortó tan gallardamente que pareció parpadear con las piernas
en el aire antes de caer de pie sin una vacilación.
Este baile doméstico se dio por terminado cuando sona-ron las once. El señor y señora
Fezziwig tomaron posiciones a ambos lados de la puerta y fueron dando la mano a todos,
uno por uno, a medida que salían, y al mismo tiempo les desearon Felices Navidades. Lo
mismo hicieron con los dos aprendices; se fueron apagando las voces alegres y los dos
chicos se dirigieron a sus camas, situadas bajo un mostrador de la trastienda.
Durante todo este tiempo Scrooge actuó como un hombre fuera de sus cabales. Su corazón
y su alma estaban pues-tos en la escena con su antiguo ser. Lo corroboraba todo, recordaba
todo, disfrutaba con todo, y era presa de la más extraña agitación. Hasta que los iluminados
rostros de Dick y su yo anterior quedaron fuera de la vista, no se había acordado del
fantasma, y ahora fue consciente de que éste le mi-raba intensamente mientras la luz de su
cabeza iluminaba con brillante claridad.
«Con qué poca cosa», dijo el fantasma, «se sienten llenos de gratitud esos dos tontos».
«¡Poca cosa!», repitió Scrooge.
El espíritu le hizo seña de que escuchase a los dos aprendices, que se deshacían en
alabanzas de Fezziwig. Después dijo:
«¡Pero si es cierto! No ha hecho más que gastarse unas pocas libras de tu dineto mortal, tal
vez tres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud?».
«No es así», dijo Scrooge irritado con la observación y ha-blando sin querer como su yo
pasado y no como el actual.
«No se trata de eso, espíritu. Tenía la facultad de hacernos felices o desgraciados, de hacer
nuestro trabajo agradable o pesado, un placer o un tormento. Su facultad estaba en las
palabras y en las miradas, en cosas tan insignificantes y sutiles que resulta imposible
valorarlas. La felicidad que propor-ciona vale más que una fortuna».
Percibió la mirada del espíritu y se calló.
«¿Qué sucede? », preguntó el espíritu.
«Nada de particular», dijo Scrooge.
«Yo pienso que sí», insistió el fantasma.
«No», dijo Scrooge, «No. Me gustaría tener la oportunidad de decirle un par de cosas a mi
escribiente ahora mismo. Eso es todo».
Mientras formulaba este deseo, su ser del pasado apagaba las lámparas. Scrooge y el
fantasma volvieron a quedar al aire libre.
«Me queda poco tiempo, observó el espíritu. «¡Rápido!».
No se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, pero produjo un efecto inmediato. Scrooge
volvió a contemplarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hombre en plenitud de vigor. Su
rostro no presentaba los agrios y rígidos rasgos de años posteriores, pero empezaba a
mostrar signos de preocupación y avaricia. Sus ojos tenían una movilidad ansiosa,
codiciosa, incesante, que indicaba la pasión que en él se había enraizado y seguiría
creciendo.
No estaba solo. Una joven rubia y vestida de luto estaba sentada junto a él; en sus ojos
había lágrimas que brillaban a la luz del fantasma de la Navidad del pasado.
«¿Qué ídolo te ha desplazado?», replicó él.
«Uno de oro».
«¡Pero si es la actividad más imparcial del mundo!», dijo él. «Nada hay peor que la pobreza
y no hay por que condenar con tal severidad la búsqueda de la riqueza».
«Tienes demasiado miedo al mundo», dijo ella dulcemente. «Todas las demás ilusiones las
has sepultado con la ilusión de quedar fuera del alcance de los sórdidos reproches del
mundo. He visto sucumbir, una tras otra, tus más nobles aspiraciones hasta quedar
devorado por la pasión principal, el Lucro. ¿No es cierto?».
«¿Y qué? », replicó él. «¡Y qué si ahora soy mucho más listo?. Contigo nada ha cambiado».
Ella negó con la cabeza.
«¿En que he cambiado?', preguntó él.
«Nuestro compromiso fue hace tiempo. Se hizo cuando ambos éramos pobres y conformes
con serlo hasta que, con mejores tiempos, pudiéramos mejorar de fortuna con paciente
labor. Tú eres lo que ha cambiado. Cuando non compro-metimos eras otro hombre.
«Era un muchacho», dijo él con impaciencia.
«Tu propio sentido lo dice que no eres el mismo», replicó ella. «Yo sí. Aquella que
prometió felicidad cuando no éramos más que un solo corazón, está abrumada por el dolor
ahora que somos dos. No sabes cuán a menudo y con qué profundidad lo he pensado. Me
basta con haberlo tenido que pensar para que te libere de tu compromiso».
«¿Acaso te lo he pedido? ».
«Con palabras, no. Nunca».
«Entonces, ¿cómo? ».
«Con una naturaleza cambiada, con un espíritu alterado, otra atmosfera vital, otra Ilusión
como gran meta. Con todo aquello que había hecho mi amor valioso a tun ojos. Si entre
nosotros no hubiera existido esto», dijo la joven mirándole dulcemente pero con fijeza,
«contéstame, ¿me habrías buscado y habrías intentado conquistarme? ¡Ah, no! ».
El, sin poderlo evitar, pareció rendirse a la justicia de sus suposiciones. Pero hizo un
esfuerzo para decir: «No pienses así».
«Con mucho gusto pensaría de otro modo si pudiera», respondió, «¡bien lo sabe Dios! Tras
haber constatado una ver-dad como ésta, sé lo fuerte a irresistible que debe ser. Pero si hoy,
mañana, ayer, estuvieses libre de compromisos, ¿po-dría yo creerme que ibas a elegir a una
chica sin dote tú, que todo lo mides por el rasero del Lucro? O si la eligieses, traicionando
tus propios principios, sé que pronto te arrepentirías y lo lamentarías. Por eso te devuelvo
tu libertad. De todo corazón, por el amor de aquel que fuiste un día».
El estaba a punto de decir algo, pero ella prosiguió apartando su mirada:
«Es posible que te duela, casi lo deseo en memoria de nuestro pasado. Transcurriría un
tiempo muy, muy corto y lo olvidarás todo, gustosamente, como si te despertases a tiempo
de un sueño improductivo. ¡Que seas feliz con la vida que has elegido! ».
Ella le dejó y se separaron.
«¡Espíritu, no quiero ver más! », dijo Scrooge. Llévame a casa. ¿Por qué te complaces
torturándome? ».
«¡Sólo una imagen más! », exclamó el fantasma.
«¡Ni una más! », gritó Scrooge. «¡Basta! ¡No quiero verlo! ¡No me muestres más! »
Pero el implacable fantasma le aprisionó entre sus brazos y le obligó a observar lo que
sucedió a continuación.
Era otra escena y otro lugar: una habitación no muy gran-de ni elegante, pero llena de
confort. junto a la chimenea invernal se hallaba sentada una bella joven tan parecida a la
anterior que Scrooge creyó que era la misma hasta que la vio a ella, ahora matrona
atractiva, sentada frente a su hija. En aquella estancia el ruido era completo tumulto pues
había más niños allí de los que Scrooge, con su agitado estado mental, podía contar. Y, al
contrario que en el celebrado rebaño del poema[L17] , no se trataba de cuarenta niños
comportándose como uno solo, sino que cada uno de los niños se comportaba como
cuarenta. Las consecuencias eran tumultuosas hasta extremos increíbles, pero no parecía
importarle a nadie; por el contrario, la madre y la hija se reían con todas las ganas y lo
disfrutaban. La hija pronto se incorporó a los juegos y fue asaltada por los jóvenes bribones
de la manera más despiadada. ¡Lo que yo habría dado por ser uno de ellos! ¡Claro que yo
nunca habría sido tan bruto, no, no! Por nada del mundo habría despachurrado aquel
cabello tren-zado ni le habría arrancado de un tirón el precioso zapatito. ¡De ninguna
manera! Lo que sí habría hecho, como hizo aquella intrépida y joven nidada, es tantear su
cintura jugando; me habría gustado que, como castigo, mi brazo hu-biera crecido en torno
a su cintura y nunca pudiera volver a enderezarse. Y también me habrá encantado tocar sus
la-bios y haberle hecho preguntas para que los abriese; haber mirado las pestañas de sus
ojos bajos sin provocar un rubor; haber soltado las. ondas de su pelo y conservar un
mechón como recuerdo de valor incalculable; en suma: me habría gus-tado, lo confieso,
haberme tomado las libertades de un niño siendo un hombre capaz de conocer su valor.
Pero ahora se escuchó una llamada en la puerta, inmediatamente seguida de tales carreras
que ella, con un rostro risueño y el vestido arrebatado, fue arrastrada hacia el centro de un
acalorado y turbulento grupo justo a tiempo para saludar al padre que llegaba al hogar,
auxiliado por un hombre cargado de juguetes navideños y regalos. Luego todo fue vocear,
luchar y asaltar violentamente al indefenso porteador. Le escalaron con sillas, bucearon en
sus bolsillos, le ex-poliaron los paquetes envueltos en papel marrón, le sujeta-ron por la
corbata, se le colgaron del cuello, aporrearon su espalda, y le dieron patadas en las piernas
con un amor irre-primible. ¡Las exclamaciones de admiración y contento que siguieron a
cada apertura de paquete! ¡La terrible noticia de que habían sorprendido al bebé en el
momento de llevarse a la boca una sartén de juguete, y se sospechaba con mucho
fundamento que se había tragado un pavo pegado a una planchita de madera! ¡El alivio
inmenso al descubrir que era una falsa alarma! ¡El gozo, la gratitud, el éxtasis! No es
po-sible describirlos. Baste decir que, por orden de gradación, los niños y sus emociones
salieron del salón y, de uno en uno, se fueron por una escalera a la parte más alta de la casa;
allí se metieron en la cama y, por consiguiente, se apaciguaron.
Y ahora Scrooge miró con mayor atención que nunca, cuando el señor de la casa, con su
hija cariñosamente apoya-da en él, se sentó con ella y con la madre en su sitio junto al
fuego. A Scrooge se le nubló la vista cuando pensó que una criatura tan grácil y llena de
promesas como aquella podría haberle llamado «padre» y ser una primavera en el
macilento invierno de su vida.
«Belle», dijo el marido volviéndose sonriente hacia su mujer, «esta tarde he visto a un
viejo amigo tuyo».
«¿Quién era?».
«No sé... ¡Ya lo sé!», añadió de un tirón, riendo sin Parar. «El señor Scrooge».
«Era el señor Scrooge. Pasé por delante de su despacho y como tenía encendida la luz, casi
no pude evitar el verle. He oído decir que su socio se está muriendo y allí estaba él solo,
sentado. Solo en la vida, creo yo».
«¡Espíritu!», dijo Scrooge con la voz quebrada, «sácame de aquí».
«Te he dicho que éstas eran sombras de las cosas que han sido», dijo el fantasma. «Son lo
que son ¡No me eches la culpa! »
«¡Sácame!», exclamó Scrooge. «¡No lo resisto!».
Se giró hacia el fantasma y viendo que le contemplaba con un rostro en el que, de cierto
modo extraño, había fragmentos de todos los rostros que le había mostrado, forcejeó con
él.
«¡Déjame! ¡Llévame de vuelta! ¡No sigas hechizándome!».
En el forcejeo, si se puede llamar forcejeo aunque el fantasma, sin resistencia notaria por su
parte, no parecía afecta-do por los esfuerzos de su adversario, Scrooge observó que su luz
era intensa y brillante; vagamente asoció este hecho con el influjo que sobre él ejercía, y
agarró el gorro apagador y, con un movimiento repentino, se le incrustó en la cabe-za.
El espíritu cayó debajo, de manera que el apagador le cubrió totalmente. Pero aunque
Scrooge lo presionaba con todas sus fuerzas, no pudo apagar la luz, que salía por debajo en
chorro uniforme sobre el suelo.
Se sentía agotado y vencido por un irresistible sopor; también se dio cuenta de que estaba
en su propio dormitorio. Dio un último empujón al gorro y su mano se relajó; apenas tuvo
tiempo de llegar tambaleante a la cama antes de hundirse en un sueño profundo.

EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS

Cuando se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la cama para aclarar
sus ideas, nadie podía haber avisado a Scrooge de que estaba a punto de dar la una. Supo
que había recobrado la conciencia justo a tiempo para mantener una entrevista con el
segundo mensajero, que se le enviaba por mediación de Jacob Marley. Pero sintió un frío
desagradable cuando empezó a preguntarse qué cortina descorrería el nuevo espectro; por
eso las recogió todas él mismo, se tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno
a su cama. Quería plantar cara al espíritu cuando apareciera y no deseaba que le cogiera
desprevenido porque se pondría nervioso.
Los caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien la aguja de marear
a cualquier hora del día o de la noche, expresan su amplia capacidad para la aventura
diciendo que son buenos para cualquier cosa, desde jugar a «cara o cruz» hasta cometer un
asesinato; entre estas dos actividades extremas, qué duda cabe, hay toda una amplia gama.
Sin atreverme a decir otro tanto de Scrooge, no es equivocado pensar que estaba preparado
para recibir una gran variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un
rinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.
Ahora bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba preparado para nada.
Por consiguiente, cuan-do la campana dio la una y no apareció ninguna forma, Scrooge fue
presa de violentos temblores. Cinco minutos, diez, un cuarto de hora, una hora... y nada.
Todo ese tiempo permaneció tendido encima de la cama, que se había convertido en
origen y centro del resplandor de luz rojiza que había fluido sobre ella cuando el reloj
proclamó la hora; al no ser más que luz resultaba más alarmante que una docena de
fantasmas porque él era incapaz de adivinar su significación y su propósito. En algunos
momentos, Scrooge temió hallarse en el momento culminante de un interesante caso de
combustión espontána[L18] , sin tener el consuelo de saberlo. Sin embargo, al final acabó
pensando como usted o yo hubiéramos pensado desde el principio, pues la persona que no
está metida en el problema es quien mejor sabe lo que se debe hacer , al final, como decía,
acabó pensando que tal vez encontraría la fuente y el secreto de esta luz fantas-mal en la
habitación de al lado, donde parecía resplandecer. Cuando esta idea acaparó toda su mente,
se levantó sin ruido y se deslizó en sus zapatillas hasta la puerta.
En el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su nombre y le ordenó
entrar. Scrooge obedeció.
Era su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una transformación sorprendente.
El techo y las paredes es-taban tan cubiertos de vegetación que parecía un bosqueci-llo
donde brillaban por todos lados bayas chispeantes. Las frescas y tersas hojas de acebo,
muérdago y yedra reflejaban la luz como si se hubiesen esparcido allí y allá numerosos
espejitos, y en la chimenea rugían tales llamaradas como nun-ca había conocido aquel triste
hogar petrificado en vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos, muchísimos inviernos
atrás. En el suelo, amontonados en forma de trono, había pavos, ocas, caza, pollería, adobo,
grandes perniles, lechones, largas ristras de salchichas, pastelillos de carne, tartas de
ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso, manzanas de rojo encendido,
naranjas jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes [L19] y burbujeantes bols de
ponche que empañaban la estancia con sus efluvios deliciosos. Cómodamente instalado
sobre todo ello, estaba sentado un Gigante festivo, de esplendoroso aspecto, que sostenía
una antorcha encendida, parecida a un cuerno de la Abundancia; la sostenía muy alta para
que la luz cayera sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y miró de hito en hito.
«¡Entra!», exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!»
Scrooge avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no era el obstinado
Scrooge de antes, y aunque los ojos del espíritu eran francos y amables, no le gustó
encontrarse con aquella mirada.
«Soy el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el es-píritu. «¡Mírame!»
Scrooge lo hizo reverentemente. Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color
verde oscuro, ribeteado con piel blanca. Esta prenda le quedaba muy holgada, dejando al
descubierto su ancho pecho como si desdeñara protegerse u ocultarse con cualquier
artificio. Sus pies, visibles bajo los amplios pliegues del manto, también estaban desnudos,
y en la cabeza no llevaba más cobertura que una guirnalda de acebo salpicada de brillantes
carámbanos. Sus bucles, de color castaño oscuro, eran largos y caían libremente, libres
como su rostro cordial; su chispeante mirada, su mano generosa, su animada voz, sus
ademanes espontáneos y su aire festivo. Ceñía su cintura una antigua vaina, pero sin
espada, y la antigua funda estaba herrumbrosa.
«¡Nunca habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás», logró responder Scrooge.
«¿Nunca has salido con los miembros más jóvenes de mi fa-milia; quiero decir porque yo
soy muy joven mis hermanos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el
fantasma. manos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma.
«Creo que no», dijo Scrooge. «Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El fantasma de la Navidad del Presente se levantó.
«Espíritu», dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a don-de desees. Anoche me llevaron a
la fuerza y aprendí una lección que ahora estoy aprovechando. Este noche, si tienes algo
que enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca mi manto!»
Scrooge hizo lo que se le indicó con mano firme.
Acebo, muérdago, bayas rojas, hiedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo, ternera, lechones,
salchichas, ostras, pasteli-llos, tartas; fruta y ponche desaparecieron instantáneamen-te.
También desapareció la habitación, el fuego, el rojizo res-plandor, la hora de la noche, y
ellos estaban en las calles de la ciudad en la mañana del día de Navidad. El tiempo era
crudo y la gente hacía una especie de música chocante, pero viva y nada desagradable, al
quitar la nieve de la acera de sus casas y de los tejados; para los chicos era una delicia total
ver cómo caía la nieve explotando en la calle y salpicando con pequeños aludes artificiales.
En contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la nieve más sucia del
suelo, las fachadas de las casas parecían negras y las ventanas todavía más negras. En la
calle, las pesadas ruedas de coches y carros habían arado con profundas rodadas la última
nieve caída, y esos surcos se cruzaban y entrecruzaban cientos de veces en las
intersec-ciones de las grandes arterias y formaban intrincados canales, difíciles de rastrear,
en el espeso lodo amarillo y agua helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas
tapona-das por una neblina negruzca, medio derretida, medio he-lada, cuyas partículas más
pesadas caían cual ducha de átomos de hollín; parecía que todas las chimeneas de Gran
Bretaña se habían puesto de acuerdo para encenderse a la vez y estuviesen disparando a
discreción para satisfacción de sus queridos fogones. En el clima de la ciudad no había nada
alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilo muy supe-rior al que podría producir el sol
más brillante y el aire más límpido del verano.
La gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y cordialidad; se
llamaban unos a otros desde los parapetos y, de vez en cuando, intercambiaban bolazos de
nieve proyectil bastante más inofensivo que muchos comentarios jocosos , riendo con
todas las ganas si daba en el blanco y con no menos ganas si fallaba. Las tiendas de los
polleros todavía estaban medio abiertas y las de los fruteros irradiaban sus glorias. Allí
había grandes cestos de castañas redondos, panzudos como viejos y alegres caballeros,
recos-tados en las puertas y desbordando hacia la calle en su apoplética opulencia. Había
rojizas cebollas de España, de rostro moreno y amplio contorno, de gordura reluciente
como frailes españoles que, desde los estantes, guiñaban el ojo con irresponsable malicia a
las chicas que pasaban y luego elevaban la mirada serena al muérdago colgado. Había
peras y manzanas, apiladas en espléndidas pirámides. Había racimos de uvas colgando de
ganchos conspicuos por la buena intención de los tenderos, para que a la gente se le hiciera
la boca agua, gratis, al pasar; también había pilas de avella-nas, marrones, aterciopeladas,
con una fragancia que evocaba los paseos por los bosques y el agradable caminar hundido
hasta los tobillos entre las hojas secas; había manzanas de Norfolk, regordetas y atezadas,
resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y, con la gran densidad de sus cuerpos
jugosos, pidiendo a gritos que se las llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas
después de la cena. Hasta los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta entre
los exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a una especie sosa y aburrida, parecían saber
que algo estaba sucedien-do y daban vueltas y más vueltas en su pequeño mundo con la
excitación lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Y en las tiendas de ultramarinos!
¡Ah, los ultramarinos! A punto de cerrar, con uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué
visiones por los huecos! Los platillos de las balanzas gol-peaban el mostrador con alegre
sonido; el rollo de bramante desaparecía con rapidez; los enlatados tableteaban arriba y
abajo como en manos de un malabarista; los mezclados aro-mas del té y el café eran una
delicia para el olfato; estaba lleno de pasas extrañas, almendras blanquísimas, largos y
de-rechos palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos confitados, bien cocidos y
escarchados con azúcar, hacían sentir desvanecimientos, y después una sensación biliosa,
incluso a los espectadores más fríos. Los higos estaban húmedos y pulposos, las ciruelas
francesas se ruborizaban con modesta acrimonia desde sus cajas tan ornamentadas. Todos
los comestibles eran magníficos y bien presentados para la Navidad. Pero eso no era todo.
Los clientes estaban tan apresura-dos y agitados con la esperanzadora promesa del día que
tropezaban unos con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra en el
mostrador y volvían corrien-do a recogerla, cometiendo cientos de equivocaciones de esa
clase con el mejor humor. El especiero y sus dependientes eran tan campechanos y bien
dispuestos que los pulidos corazones con que ataban sus mandilones por detrás podrían
haber sido sus propios corazones, llevados por fuera para inspección general y para ser
picoteados por cuervos navideños si así lo prefiriesen[L20] .
Pero pronto los campanarios llamaron a la oración en igle-sias y capillas, y allá se fue la
buena gente en multitud por las calles, con sus mejores galas y su más jubilosa expresión.
Y al mismo tiempo, desde muchas callejuelas, pasadizos y bocacalles sin nombre,
emergieron innumerables personas que llevaban su cena a asar en las panaderías. El espíritu
parecía estar muy interesado por estos pobres festejadores, pues se detuvo con Scrooge
junto a la entrada de una panadería para levantar las cubiertas de las cenas que
transportaban y las rociaba de incienso con su antorcha. La antorcha era de una clase muy
poco corriente, pues en una o dos ocasiones en que algunos de los que acarreaban las cenas
tropezaron con otros y hubo palabras mayores, el espíritu los roció con unas gotas de agua
de la antorcha, y de inmediato recupera-ron el buen humor; decían que era una vergüenza
disputar en el día de Navidad. ¡Y era muy cierto!
Las campanas dejaron de sonar y se cerraron las panade-rías, pero permaneció una
confortante y vaga representación de todas esas cenas en el derretido manchón de humedad
sobre cada horno de panadero, donde el suelo todavía hu-meaba como si se estuvieran
cociendo las losas.
«¿Tiene algún sabor especial eso que salpicas con la antorcha?», preguntó Scrooge.
«Sí lo tiene. Mi propio sabor».
«¿Serviría para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge.
«Para cualquiera que se celebre con afecto. Pero más para una cena pobre».
«¿Por qué más para una pobre?», preguntó Scrooge.
«Porque lo necesita más».
«Espíritu», dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que hay en los
muchos mundos que nos rodean, me asombra que seas tú el que más desea restringir las
oportunidades de esa gente para disfrutar inocentemente».
«¡Yo!», exclamó el espíritu.
«Les quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo el único día en que
se puede decir que ce-nan», dijo Scrooge, «¿verdad?:..
«¡Yo! », exclamó el espíritu.
«¿No quieres que se cierren estos locales los días del Se-ñor?», dijo Scrooge. «Pues llegas
al mismo resultado».
« ¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.
«Perdóname si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu familia»,
dijo Scrooge.
«En esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que pretenden conocernos y que
cometen sus actos de pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia, beatería y egoísmo en
nuestro nombre; pero son tan ajenos a nosotros y nuestro género como si nunca hubieran
vivido. Recuerda esto y écha-les la culpa a ellos, no a nosotros[L21] ».
Scrooge prometió que así lo haría y se marcharon, invisibles igual que antes, hacia los
suburbios de la ciudad. Una notable cualidad del fantasma (Scrooge la había observado en
la panadería) consistía en que, pese a su talla gigantesca, podía acoplarse a cualquier sitio
fácilmente, y mantenía su gracia de criatura sobrenatural tanto si el techo era muy bajo
como si se encontraba en un grandioso vestíbulo.
Y tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar esa facultad, o bien por
su propia naturaleza generosa, afable, cordial, y su simpatía por los pobres, condujo a
Scrooge asido a su manto directamente a casa de su escribiente. En el umbral, el espíritu
sonrió y se detuvo para bendecir el hogar de Bob Cratchit con las aspersiones de su
antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo ganaba quince «pavos[L22] » a la semana; los sábados no
se embolsaba más que quince copias de su propio nombre, ¡y a pesar de todo el fantasma de
la Navidad del Presente bendijo su casa de cuatro habitaciones!
La señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalanada pobremente con un vestido al que
ya le había dado la vuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas y muy luci-das
por cuatro perras), se levantó y puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de
sus hijas, igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el señorito [L23] Peter Cratchit
hundía un tenedor en la cazuela de las patatas y se metía en la boca los picos de su
monstruoso cuello de ca-misa (propiedad privada de Bob, transferida a su hijo y he-redero
en honor a la festividad del día), encantado de encontrarse tan elegantemente ataviado y
ansioso por exhibirse en los parques y paseos de moda. Y ahora dos pequeños Crat-chit,
niño y niña, llegaron corriendo precipitadamente y gritando que habían olido la oca fuera
de la panadería y que sabían que era la suya; entre placenteros pensamientos de cebolla y
salvia, estos jóvenes Cratchit bailaban en torno a la mesa y ensalzaban al señorito Peter
Cratchit mientras él (sin orgullo, aunque el cuello casi le estrangulaba) atizaba el fuego
hasta que el lento hervor de las patatas sonó fuerte al chocar con la tapadera y quedaron
listas para sacar y pelar.
«¿Qué estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro
hermano, Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado hace media hora, el año pasado!»
«¡Aquí está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta.
«¡Aquí está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pe-queños. «¡Hurra! ¡Martha, hay
una oca...! »
«¡Ay, mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit besándola una y otra vez,
y quitándole el chal y el sombrerito con celo oficioso.
«Anoche tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y esta mañana
despacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa», dijo la señora
Cratchit. «Siéntate junto al fuego para entrar en calor, cariño».
«¡No, no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Crat-chit que estaban en todo.
«¡Escóndete, Martha, escóndete!»
Martha así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de bufanda[L24] ,
cuando menos, por todo abrigo, colgándole por delante, y su gastada indumentaria bien
remendada y cepillada para guardar una apariencia adecuada, y en sus hombros Tiny Tim.
¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una pequeña muleta y sus piernas enfundadas en armazones de
hierro.
«¿Dónde está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor.
«No va a venir», dijo la señora Cratchit.
«¡Que no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído a Tim a caballo
todo el trayecto desde la iglesia y había llegado a casa desenfrenado. «¡No venir el día de
Navidad?»
Martha no quería verle disgustado, ni siquiera por broma, de manera que salió antes de
tiempo de su escondite tras la puerta del armario y corrió a sus brazos, mientras los dos
pequeños Cratchit se apoderaron de Tiny Tim y le arrastraron hasta el lavadero para que
pudiera escuchar el sonido del pudding de Navidad metido en el barreño.
«¿Y qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Crat-chit cuando Bob ya se había
recuperado del susto y, muy contento, había estrechado a su hija entre sus brazos.
«Tan bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto tiempo, se vuelve
pensativo y piensa las cosas más extrañas que se puedan imaginar. Cuando volvíamos a
casa me dijo que esperaba que la gente se fijase en él en la iglesia porque está tullido, y
para ellos sería agradable recordar en el día de Navidad a quien hizo andar a los mendigos
cojos y ver a los ciegos».
La voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía tembló más cuando dijo que Tiny Tim
estaba creciendo fuerte y sano.
Antes de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa muletita contra el
suelo y Tiny Tim regresó es-coltado por su hermano y su hermana hasta su taburete junto a
la chimenea; mientras tanto, Bob, recogiendo las man-gas como si, ¡pobre hombre! ,
pudieran quedar todavía más raídas preparó un brebaje caliente de ginebra y limones en
una jarra, lo revolvió a conciencia y lo puso a calentar en la chapa de la cocina. El señorito
Peter y los dos ubicuos Crat-chit pequeños se fueron a recoger la oca y con ella regresa-ron
pronto en animada procesión.
Sobrevino una excitación tal que cualquiera hubiera creí-do que una oca era la más rara de
las aves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne negro resultaría de lo más vul-gar; y
en realidad, en aquella casa era algo así. La señora Crat-chit puso la salsa (preparada de
antemano en una pequeña salsera) casi hirviente; el señorito Peter hizo puré las patatas con
increíble energía; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzana; Martha limpió las
fuentes; Bob puso a su lado a Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes
Crat-chit colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse de sí mismos, y montando
guardia en sus puestos mantenían la cuchara en la boca para no chillar pidiendo oca antes
de que les llegara el turno de servirse. Por fin se trajeron las fuentes y se bendijo la mesa.
Luego siguió una pausa en la que no se les oía ni respirar, mientras la señora Cratchit,
mirando lentamente a lo largo del trinchante, se preparaba para hin-carlo en la pechuga;
pero en cuanto lo hizo, cuando brotó el esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor de
de-lectación por toda la mesa, a incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pequeños,
golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó débilmente: «¡Hurra!»
Nunca hubo una oca como aquélla. Bob decía que no podía creer que se hubiera cocinado
jamás una oca como aquélla. Su sabor, ternura, tamaño y bajo precio fueron temas de
universal admiración. Acompañada por la salsa de man-zana y el puré de patata, fue cena
suficiente para toda la fa-milia; y más aún, como dijo muy contenta la señor Cratchit
supervisando una pequeña partícula de hueso en una fuen-te, ¡no se la habían acabado! El
hecho es que cada cual tomó lo suficiente, y en especial los pequeños Cratchit se habían
atiborrado de cebolla y salvia [L25] hasta las cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió
los platos mientras la señora Crat-chit salía del cuarto sola demasiado nerviosa para
soportar testigos para sacar el pudding y traerlo a la mesa.
¡Supongamos que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo!
¡Supongamos que alguien haya saltado la pared del patio y lo haya robado mientras
festejábamos la oca! suposición que puso lívidos a los dos jóvenes Cratchit . Toda clase
de horrores fueron supuestos.
¡Vaya! ¡Mucho vapor! El pudding se sacó del barreño. ¡Un olor como el de los días de
hacer colada! Era el paño. Un olor como el de un restaurante situado al lado de una
confi-tería y una lavandería. Era el pudding. La señora Cratchit volvió en medio minuto,
acalorada pero sonriendo con or-gullo, con un pudding como una bala de cañón moteada,
denso y firme, flambeado con la mitad de medio cuartillo de brandy y omado de acebo en la
parte superior.
Bob Cratchit dijo que era un pudding maravilloso y que lo consideraba lo mejor que la
señora Cratchit había hecho desde que se habían casado. La señora Cratchit dijo que, ahora
que ya se le había quitado el peso de encima, confesaría que había tenido sus dudas sobre la
cantidad de la harina. Todos tenían algo que decir sobre el pudding, pero nadie dijo, ni
pensó, que era pequeño para una familia tan gran-de; hacerlo hubiera sido como una
blasfemia. Todos ellos habrían enrojecido ante una insinuación semejante.
Al terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se recompuso el
fuego. Se probó la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se trajeron a la mesa
man-zanas y naranjas y se metió al fuego una paletada de casta-ñas. Luego toda la familia
Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit llamaba «círculo»
querien-do indicar medio círculo; y al lado de Bob Cratchit se des-plegaba la cristalería de
la familia: dos vasos y un recipiente para natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido
ca-liente de la jarra tan bien como si hubieran sido copas de oro. Bob lo escanció con
expresión radiante, mientras las castañas en el fuego chascaban y se resquebrajaban
ruidosamen-te. Luego Bob brindó:
«Felices Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga!
Toda la familia lo repitió.
«¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba sentado
muy cerca de su padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano la manita mar-chita
del niño, como si le amase, como si quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo
arrebatasen.
«Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim
vivirá».
«Veo un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea, y una
muleta sin dueño amoro-samente conservada. Si esas sombras permanecen sin cambios en
el futuro, el niño morirá».
«No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará».
«Si esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi especie», replicó
el fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así
lo haga y disminuya el exceso de población».
Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus pro-pias palabras, y se sintió abrumado
por el arrepentimiento y la pena.
«Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa
malvada jerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el exceso. ¿Quién
eres tú para decidir qué hombres deben morir y qué hombres deben vivir? Es posible que a
los ojos del cielo tú seas menos valioso y menos merecedor de vivir que millones, como el
hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando
sobre lo demasiado que vi-ven sus hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en el
suelo, pero la levantó rápidamente al escuchar su nombre.
«¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador de la Fiesta.
«¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me
gustaría tenerle aquí. Para festejarlo le diría cuatro cosas y espero que tenga buenas
tragaderas».
«Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».
«Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de un hombre tan
odioso, tacaño, duro a insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert!
¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobre mío!
«Querida, es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob.
«Bebo a su salud porque tú me lo pides y por el día que es», dijo la señora Cratchit, «no por
él. ¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y
muy feliz, ¡no me cabe la menor duda!»
Los niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía sinceridad.
Tiny Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era el ogro de la fa-milia.
La sola mención de su nombre arrojó sobre la reunión una negra sombra que no se disipó
hasta cinco minutos más tarde. Pasada la sombra, estaban diez veces más contentos que
antes por el mero alivio de haber acabado con el Malva-do Scrooge. Bob Cratchit les habló
de la situación que tenía en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía,
supondría unos ingresos semanales de cinco chelines y me-dio. Los dos jóvenes Cratchit se
desternillaban de risa ante la idea de Peter convertido en hombre de negocios; el propio
Peter miraba pensativamente al fuego entre sus cuellos como si meditara sobre las
especiales inversiones que debe-ría decidir cuando entrase en posesión de un ingreso tan
apabullante. Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la
clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo
estaba deseando tomarse un largo descanso en cama a la mañana siguiente, pues el día
siguiente era festivo y lo pasaba en casa. También les contó que había visto a una condesa y
a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter se subió
los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, las castañas y la jarra
hacían ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la
cantaba Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.
No había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida; no iban
bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas, y
Peter podría haber conocido, y es muy probable que así fuera, el interior de una casa de
empeños. Pero estaban felices, agradecidos y satisfechos unos de otros, y contentos con el
presente. Cuando empezaron a perderse de vista, todavía pa-recían más felices, con el
brillante chisporroteo de la antorcha del espíritu que se marchaba, y hasta el último
instante Scrooge no apartó de ellos sus ojos, sobre todo de Tiny Tim.
En aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu
se fueron por las calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas,
salones y toda clase de habitaciones. Aquí, el revoloteo de las llamas dejaba ver los
preparativos para una agradable cena, con platos calentándose junto a la lumbre y cortinas
de color rojo oscuro a punto de ser corridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá, todos
los niños de la casa salían corriendo en la nieve para recibir a sus hermanas casadas,
hermanos, primos, tíos, tías... , y ser el primero en felicitar-les. Aquí se reflejaban en las
celosías las sombras de los invitados reuniéndose, y allá un grupo de chicas guapas, todas
con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se dirigían a paso rápido hacia la casa
de algún vecino donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas bien lo sabían
ellas, astutas hechiceras!
Pero a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas,
cualquiera diría que en las casas no habría nadie para dar la bienvenida; sin embargo, en
todas se esperaba compañía y se avivaban las lumbres hasta la altura de media chimenea.
¡Cómo exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la respiración! ¡Cómo abría
la palma de su mano libre y regaba a chorros generosos todo lo que quedaba a su alcance
con inofensivo regocijo! El mismo farolero, que corría antes de puntear con motas de luz
la calle lúgubre, iba arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que
la Navidad, se rió sonora-mente cuando pasó el espíritu.
Y ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se detuvieron en un hostil y
desierto páramo, con monstruosas masas pétreas diseminadas como si fuera un cementetio
de gigantes. El agua corría por todas panes al menos así lo habría hecho si la helada no
tuviera prisionera , y sólo crecían musgos, tojos y densas matas de burda hierba. Hacia el
Oeste, el sol poniente había dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la desolación
durante unos instantes, como un ojo rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más,
hasta perderse en las espesas tinieblas de la noche más negra.
«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra», contestó el
espíritu. «Pero me conocen. ¡Mira!»
Se encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron la
pared de piedra y barro y encontraron una animada reunión en torno a una cálida lumbre.
Un hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación
posterior, todos engalanados con sus ropas de fiesta. El viejo, con una voz que apenas
sobrepasaba el ulular del viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era
muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro.
Cuando los demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando se
callaban, él bajaba el tono.
El espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se su-jetase al manto y, pasando sobre el
páramo, se dirigió rápidamente... ¿adónde? ¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de
Scrooge, al mirar hacia atrás vio al final de la tierra firme una temible alineación de rocas;
sus oídos quedaron ensor-decidos por el retumbar del agua que se desmoronaba rugiendo y
se estrellaba con furia contra las siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza
intentaba perforar la tierra.
A una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido sobre un
siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadas por el oleaje. En la base
colgaban grandes aglomeraciones de algas y las aves marinas se diría que nacían del
viento, como las algas del agua se ele-vaban y caían a su alrededor como las olas que
peinaban.
Pero incluso aquí los dos hombres que atendían las seña-les habían encendido una lumbre
que, a través del portillo abierto en los gruesos muros de piedra, arrojaba un rayo de luz
sobre el mar tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos por encima de la mesa basta
donde estaban sentados, se desearon una Feliz Navidad con sus jarras de grog[L26] . Uno
de ellos, el más viejo, con un rostro marcado por la inclemencia del tiempo como el
mascarón de proa de un viejo navío, entonó una canción tan vigorosa como una tempestad.
Una vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos, muy
lejos; tan lejos de cual-quier costa, como le dijo a Scrooge, que descendieron sobre un
barco. Permanecieron al lado del timonel, del vigía de proa, de los oficiales de guardia,
fantasmales y oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos tarareaban música
navideña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de
alguna Navidad pasada con añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o
dor-mido, bueno o malo, había tenido una palabra más amable para los demás en ese día
que en cualquier otro día del año; y había compartido en alguna medida el festejo; y había
recordado a los seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él.
Mientras escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a través
de solitarias tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son tan profundos
como la muerte, para Scrooge constituyó una gran sor-presa oír una sonora carcajada. Y la
sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que la había proferido su propio sobrino, y se
encontró en una estancia cálida y resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y
mirando al sobrino con aprobadora afabilidad.
«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!»
Si por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más feliz
que la del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que también a mí me gusta-ría
conocerle. Preséntemelo y yo cultivaré su amistad.
Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en
la enfermedad y las pe-nas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen
humor. Cuando el sobrino de Scrooge se reía sujetándose los costados, girando la cabeza y
arrugando el rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge por
matrimonio reía con tantas ganas como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás
y todos se desterniIlaban.
«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!»
«¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», ex-clamó el sobrino de Scrooge. «¡Y
además se lo creía!»
«Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas benditas
mujeres nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio.
Era muy atractiva, sumamente atractiva. Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en las
mejillas y expresión de sor-presa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser
besada lo era, sin duda ; todo tipo de pequitas junto a su barbilla, que se mezclaban unas
con otras al reírse; y el par de ojos más luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era
del tipo que se podría describir como provocativa, ya me entienden, pero de una manera
adecuada. ¡Ah, sí, perfectamente adecuada!
«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan agradable
como podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la propia penitencia, y no quiero decir
nada contra él».
«Estoy segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que
siempre me has dicho».
«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino. «La riqueza no le sirve de nada. No hace
con ella nada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de
pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y
todas las demás señoras expresaron igual opinión.
«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me da lástima; no puedo enfadarme con él. El
que sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no querer venir a
cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo pienso que se pierde una cena muy buena», interrum-pi6 la sobrina. Todos asistieron,
y eran jueces competentes puesto que acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa,
estaban apiñados junto al fuego, a la luz de la lámpara.
«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo
mucha fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »
Estaba claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina, pues
respondió que un soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a expresar una
opinión sobre la materia. Ante lo cual la hermana de la sobrina la rellenita con la pañoleta
de encaje, no la de las rosas se ruborizó.
«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que
empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»
Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el contagio,
aunque la hermana rellenita lo intentó de veras con vinagre aromático[L27] , su ejemplo
fue seguido por unanimidad.
«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia hacia
nosotros, y el no querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos
ratos que no le harían ningún daño. Estoy seguro de que se pierde compañías más
agradables que las que pueda en-contrar en sus pensamientos, metido en esa oficina
enmohecida o en su polvorienta vivienda. Todos los años quiero darle la oportunidad,
tanto se le gusta como si no, porque me da lástima. Puede que reniegue de la Navidad hasta
que se muera, pero siempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras
años, para decirle ¿cómo estás, tío Scrooge? Aunque sólo sirviera para que se acordara de
dejarle cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo, ya habría merecido la pena; y pienso
que ayer le conmoví.
Ahora les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge. Pero el
sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba que se rieran se iban a reír de cualquier
modo y les fomentó la diversión pasando la botella alegremente.
Tras el té, disfrutaron con un poco de música. Era una familia aficionada a la música, y
puedo asegurar que sabían lo que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias
voces; sobre todo Topper, que podia gruñir como un auténtico bajo sin que se le hincharan
las venas de la frente ni ponerse colorado. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y,
entre otras piezas, tocó una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a
silbarla en dos minutos) que había sido muy familiar para la niña que había recogido a
Scrooge en el internado, como le había hecho recordar el Fantasma de la Navidad del
Pasado. Al sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente todas las cosas que le había
mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y pienso que si años atrás hubiera
escuchado esa música a menudo, tal vez habría cultivado con sus propias manos las cosas
buenas de la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de enterrador que sepultó a
Jacob Marley.
No se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las prendas. Es
buena cosa volverse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando se hizo
Niño el Fundador todopoderoso. ¡Un momento! Anterior-mente hubo un juego a la gallina
ciega. Por supuesto que lo hubo. Y yo no me creo que Topper estuviese realmente a ciegas
ni que tuviera ojos en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado él y el sobrino de
Scrooge, y el Fantasma de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de perseguir a
aquella hermana rellenita, de la toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género
humano. Daba topetazos a los hierros de la chimenea, derribaba sillas, se estrellaba contra
el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a donde iba ella, él iba detrás. Siempre sabía
dónde estaba la hermana rellenita. No quería agarrar a nadie más. Si alguien tropezaba
contra él, como algunos hicieron, y se que-daba quieto, fingía que fallaba al procurar
atraparle, de manera afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido se deslizaba
en dirección a la hermana rellenita. Ella gritó varias veces que era trampa, y con razón.
Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidas ondulaciones
de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria, entonces su conducta fue de lo
más execrable. Simulaba no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su peinado,
y para cerciorarse bien de su identidad tan-teó una determinada sortija en sus dedos y una
determinada cadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su
opinión cuando otro hacía de gallina ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales,
detrás de los cortinajes.
La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un gran butacón,
con los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma y Scrooge estaban
detrás de ella. Pero se incorporó al juego de prendas y obtuvo resultados admirables con
todas las letras del alfabeto. También lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo y
dónde», y para secreto regocijo del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus
hermanas, que también eran chicas sagaces, como Topper podría confirmar. Allí habría
unas veinte personas, jóvenes y viejos, pero todos estaban jugando, y también jugaba
Scrooge; olvidando por completo los motivos por los que estaba allí y que los demás no
podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi siempre acertaba, pues la
aguja más aguda, la mejor Whitechapel[L28] , y con el ojo bien abierto, no superaba en
agudeza a Scrooge, aunque él se empeñaba en ser terco.
Al fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal benevolencia que
Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se
despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.
«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge. «¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»
Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y
los demás descubrir lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía responder con
un «sí» o un «no». Del continuo bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía
que había pensado en un animal, un animal vivo, un animal bastante desagradable, un
animal salvaje, un animal que a veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en
Londres, y andaba por la caIle, y no se le exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no
vivía en un zoológico, y nunca le mataron en un merca-do, y no era un caballo, asno, vaca,
toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso. Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino un
ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levantarse del sofá y dar patadas al suelo.
Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un ataque similar, exclamó: «¡Ya lo
tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!»
«¿Qué es?», gritó Fred.
«¡Es tu tío Scro o o o oge!»
Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque algunos
objetaron que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la respuesta
contraria era suficiente para desviar el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que
alguna vez se les hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su salud.
Aquí tenemos prepara-das copas de vino caliente y brindo por tío Scrooge».
«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El
no me lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!
Tío Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que habría
correspondido bebiendo a la salud de la inconsciente reunión, y les habría dado las gracias
con palabras inaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se
esfumó con el hálito de las últimas palabras del sobrino, y él y el espíritu emprendieron
nuevos viajes.
Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un
desenlace feliz. El espíritu permaneció junto al lecho de los enfermos y ellos se animaban;
junto a los que estaban en tierra extraña y se sentían más cerca de la patria; junto a los
hombres que luchaban, y les daba paciencia para alcanzar su mayor aspiración; junto a la
pobreza y la convertía en riqueza. En hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios
de la miseria donde la pe-queña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las
puertas para dejar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scrooge el ejemplo.
Era una noche muy larga, si es que era solamente una no-che, cosa que Scrooge dudaba
puesto que las fiestas navideñas parecían haberse condensado en el período de tiempo que
pasaron juntos. También era extraño que mientras la forma externa de Scrooge no se había
alterado, el fantasma había envejecido, había envejecido a ojos vista. Scrooge observó el
cambio pero no habló de ello hasta que salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y
al mirar al espíritu cuando salieron al exterior observó que se le había encaneci-do el
cabello.
«¿Es tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.
«Mi vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se termina esta noche».
«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.
«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».
En aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.
«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu,
«pero estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una garra!»
«Por la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza,
del espíritu. «Mira esto».
De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles,
espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto.
«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma.
Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero
también prosternados en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió haberles
perfilado los rasgos y retocado con sus más frescas tintas, una mano marchita y seca, como
la de la vejez, les había ator-mentado, retorcido y hecho trizas. Donde podrían haberse
entronizado los ángeles, acechaban los demonios echando fuego por sus ojos
amenazadores. Monstruos tan horribles y temibles como aquellos no se han dado en ningún
cambio, degradación o perversión de la humanidad a lo largo de toda la historia de la
maravillosa Creación.
Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su
lengua se negó a pronunciar una mentira de tal magnitud.
«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Y se agarran a mí apelando contra sus
progenitores. Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y
de todos los de su género, pero guárdate sobre todo de este chico porque en la frente lleva
escrita la Condenación, a me-nos que se borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el
espíritu señalando con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo
para tus propósitos tenden-ciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!»
«¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.
«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias
palabras. «¿No hay casas de misericordia?»
La campana dio las doce.
Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última
campanada recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada, vio cómo
se acercaba hacia él un fantasma solemne, envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose
como la niebla sobre el suelo.

EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS

El fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosa-mente. Cuando estuvo cerca,
Scrooge cayó de rodillas por-que hasta el mismo aire en que el espíritu se movía parecía
emanar desolación y misterio.
Iba envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza, el rostro, las
formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por ella, habría sido difícil
vislumbrar su figura en la noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.
Scrooge notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de grave
temor. Nada más podía discernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía.
«¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.
El espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.
«Has venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán
más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»
Los pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como si el
espíritu hubiera inclinado la ca-beza. Esa fue la única respuesta.
Aunque por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral, Scrooge tenía tanto
miedo a la silenciosa figura que sus piernas le temblaban y se dio cuenta de que apenas
lograba mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si
hubiera observa-do su condición y le concediera tiempo para recuperarse.
Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecer-se al saber que unos ojos
fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus propios ojos, forzados all
máximo, no podían ver más que una mano espectral y un bulto negro.
«¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los
espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como tengo la
esperanza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la que fui, estoy
dispuesto para soportar tu compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a
hablarme?»
No hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme! Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme, espíritu! »
El fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió a la sombra de su
ropaje, que le sostenía pensó y le llevaba en volandas.
Casi no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía haber brotado por
su cuenta para circundar-les. Y allí estaban, en el mismo corazón de la city, en la Bolsa,
entre los hombres de negocios que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las
monedas en sus bolsillos, con-versaban en grupos, miraban sus relojes, jugueteaban con sus
grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia.
El espíritu se detuvo al lado de un grupito de negocian-tes. Al observar que les estaba
señalando con la mano, Scrooge avanzó para oír su conversación.
«No», decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy enterado.
Lo único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo murió?», preguntó otro.
«Anoche, creo. »
«¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una gran cantidad de
rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. »
«Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.
«¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una
pedulante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco de un pavo.
«No he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo. «Tal vez lo ha
dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé».
Esta gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente tendrá un funeral muy barato», dijo el mis-mo, «porque os aseguro que no
conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos? »
«No me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la excrecencia en la
nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer. »
Más carcajadas.
«Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor, «pues
nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más.
Cuando me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo
pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos. ¡Adiós! »
Todos se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al
espíritu pidiendo una explicación.
El fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los de-dos a dos personas que se
encontraban. Scrooge volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la
explicación.
También conocía a esos dos hombres perfectamente. Eran hombres de negocios muy ricos e
importantes. Siempre había considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un
punto de vista mercantil, claro está, exclusivamente des-de el punto de vista de los
negocios.
«¿Cómo está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?»
«Eso me han dicho», contestó el segundo. «Hace frío ¿ver-dad?»
«Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»
Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida.
Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera importancia
a conversaciones tan tri-viales, en apariencia. Pero tenía la seguridad de que en ellas se
ocultaba algún propósito y se puso a considerar cuál sería. Difícilmente podrían tener
alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo socio, pues se había producido en el
pasa-do y el campo de acción de este fantasma era el futuro. Tampoco lograba
relacionarlas con alguien muy vinculado a él mismo. Pero no le cabía duda de que,
quienquiera que fue-se el objeto de las conversaciones, éstas contenían una mora-leja para
su provecho; por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que viese, y
muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza de que
encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver fácilmente los
acertijos.
Miró a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba otro
hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no vio rastro de su
persona entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió
demasiado pues había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba -que
esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica.
A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida. Cuando cesó
la pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la mano y su posición en
relación a él, que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitivamente. Esto le hizo
estremecerse y notar intenso frío.
Salieron del ajetreado escenario para llegar a una tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca
antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la localización y su mala reputación. Los
caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables, la gente medio
desnuda, borracha, desaseada, repugnante. Callejones y arcadas, como otros tantos pozos
negros, vertían sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre las calles desparramadas, y el
barrio entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria.
Muy en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía bajo el
tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos, botellas, huesos y grasien-tos
despojos de carne. En el suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas,
bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase. En aquellas montañas de trapos
inmundos, montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban
secretos que pocas personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos setenta
años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una estufa de carbón hecha de
ladrillos viejos, se protegía del aire frío del exterior con una miscelánea de guiña-pos
sucios colgados de una cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa con todo el
bienestar de un tranquilo retiro.
Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se introducía
subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de entrar
cuando otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro
descolorido, las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se habían
sobresaltado al reconocerse. Tras una corta pausa de turbada consternación, en la cual se
había acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una carcajada.
«¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La
segunda, la lavandera, y el empleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es
ca-sualidad encontrarnos aquí los tres sin querer!»
«No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la boca.
«Vamos al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las otras dos no son
extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este
sitio no hay un metal más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay
aquí huesos más viejos que los míos. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos
entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»
La sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo atizó el fuego
con una vieja varilla de alfombra de escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de
noche) con la boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer
que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y se sentó en un taburete con ostensible
complacencia cruzando los codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros
dos.
«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el mundo tiene derecho
a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»
«¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera. «El más que nadie.»
«Bueno, pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el
más precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.»
«¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos que no.»
«Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer. «Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas
cuatro cosas? Supongo que al muerto no.»
«Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.
«Si quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió
la mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera sido,
alguien se habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado,
solo, dando las últimas boqueadas. »
«Esa es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo
de Dios.»
«Lástima qué no haya sido un castigo un poco más abundante», replicó la mujer, «y os
aseguro que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra el
fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser la primera ni que
éstos lo vean. Antes de encontrarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos
socorriendo a nosotros mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».
Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro desteñido abrió la
brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de sellos, una caja de
lapiceros, unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata sin gran valor. Eso era todo. El
viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared
las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo
la suma total.
«Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el
siguiente?»
La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas
cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó
expresada en la pared igual que la anterior.
«Siempre pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me
arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique más, me
arre-pentiré de ser tan generoso y rebajo media corona.»
«Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos nudos,
arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura.
«¿Qué diréis que es esto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!»
¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos cruzados.
«¡Cortinajes de cama!»
«No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mientras él estaba allí acostado»
dijo Joe.
«Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacer-lo?»
«Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »
«Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar por un
hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no
se caiga el aceite en las mantas.»
«¿Eran de él?» preguntó Joe.
«¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mujer. «Me atrevo a decir que no va a coger frío
sin ellas.»
«Supongo que no habrá muerto de algo contagioso, ¿ver-dad?», dijo el viejo Joe
interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.
«No tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata andar merodeando
a su alrededor para que-darme con esas cosas si lo de él hubiera sido contagioso. ¡Ah! ,
puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontrará ni un agujero ni un hilo
gastado. Es la mejor que él tenía y además es muy buena. De no ser por mi, la habrían
des-perdiciado».
«¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.
«A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada. «Alguien fue
tonto como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percal no sirve para eso, no sirve
para nada y al cadáver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con la otra».
Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado. Se habían sentado agrupados en torno al
botín a la escasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un
aborrecimiento y una repugnancia tales que no habrían sido mayores aun-que hubiera
tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadáver.
«Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y
distribuyó en el suelo las diver-sas ganancias de cada uno. «¡Así se acaba, ya ven! El
espan-taba a todos cuando estaba vivo para que nos aprovechásemos nosotros cuando
estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!»
«¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta. El
caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta ahora.
¡Cielo santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama
desnuda, sin corti-nas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapa-do que, aunque
mudo, se anunciaba con espantoso len-guaje.
La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque Scrooge,
obedeciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de habitación era. Del
exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el lecho, y en éste yacía el
cadáver de aquel hombre, despojado, desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin
que le atendieran.
Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La
cobertura estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el movimiento de
un dedo de Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al des-cubierto. El lo pensó, sabía
cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capacidad
que para alejar al espectro de su lado.
¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos pavores que sólo a
ti obedecen porque este es tu reino! Pero en tus terribles propósitos no podrás volver odioso
un solo rasgo ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y reverenciados. Y
no es porque la mano sea pesada y se desplome al soltarla, ni porque se hayan parado los
pulsos y el corazón, sino porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un
corazón valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre de verdad.
¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida sus buenas obras para sembrar
en el mundo vida inmortal!
Ninguna voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando
estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó, ¿cuáles se-rían
sus sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar? ¡A buen fin le
habían llevado, en ver-dad!
Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o niño que le dijera
que había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una palabra amable
sería amable con él. Un gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo
bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la habitación del muerto
ni por qué estaban tan agitados a impacientes.
«¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible. Después de salir de aquí no olvidaré la lección,
creéme. ¡Vámonos!»
Pero el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.
«Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu,
no tengo valor.»
Otra vez pareció que le miraba.
«Si hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo
Scrooge dolido, «mués-tramela, espíritu, te lo suplico.»
El fantasma desplegó su oscuro manto durante unos ins-tantes, como si fuera un ala, y al
recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la luz del día, donde estaba una madre con
sus hijos.
Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación, se
asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba en vano hacer labor con la aguja y
apenas podía soportar las voces de los niños que jugaban.
Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la puerta para
recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y tristeza, aun-que era
joven. Ahora tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que le hacía
sentirse avergonzado y que procuraba reprimir.
Se sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamen-te para él junto al fuego y, tras
un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué noticias había; él pareció incómodo al
buscar una respuesta.
«¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.
«Malas», respondió él.
«No, Caroline. Todavía hay esperanza.»
«¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos
queda una esperanza.»
«Ha hecho algo más que conmoverse», dijo el marido. «Se ha muerto.»
Si la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo se sintió
agradecida en lo más profundo de su corazón y así lo expresó con las manos entrelaza-das.
Al instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que le salió del
alma.
«Resultó bastante cierto lo que me dijo aquella mujer me-dio borracha, que te conté anoche,
cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento de una semana; yo pensé que era una
excusa para no recibirme, pero entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba
muriendo.»
' «¿A quién se traspasará nuestra deuda?»
«No sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no lo tuviéramos
sería muy mala suerte dar con un acreedor tan implacable. ¡Esta noche podremos dormir
sin congoja, Caroline!»
Sí. Se les había quitado un peso de encima. A los niños, enmudecidos y apiñados alrededor
para oír algo que apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era más
feliz gracias a la muerte de aquel hombre. La única emoción que el fantasma pudo mostrar
a Scrooge fue una emoción placentera.
«Permíteme ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré librarme,
espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»
El fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras avanzaban Scrooge miraba
de un lado a otro buscándo-se, pero no se le veía. Entraron en la casa del pobre Bob
Crat-chit, el hogar que había visitado anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos
sentados cerca del fuego.
Silenciosos. Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Crat-chit estaban quietos como
estatuas en un rincón, sentados mirando a Peter que tenía un libro. La madre y las hijas
es-taban ocupadas en la costura, pero muy en silencio.
«Y él puso a un niño en medio de ellos[L29] ».
¡Dónde había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. Tal vez las había
leído el muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no
prosiguió?
La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.
«Me duelen los ojos de colorear», dijo.
¿De colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!
«Ahora ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit. «Me lloran con la luz de la vela y no
quiero, por nada del mundo, que vuestro padre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe
ser casi la hora».
«Más bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que estas últimas tardes
viene andando más despacio que de costumbre, madre.»
Se quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente, con una voz firme, animada, que sólo se
quebró una vez, ella dijo:
«Le recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus hombros muy
deprisa.»
«Y yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»
«¡Y yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.
«Pero él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su padre le amaba tanto que
no era una molestia, ninguna molestia. ¡Y ahí esta vuestro padre en la puerta!»
Se precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufan-da de lana [L30] la necesitaba el
buen hombre entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la chapa de la cocina y todos
procuraron anticiparse a los demás para servirle. Después, los dos jóvenes Cratchit se
sentaron en sus rodillas y apoyaron en su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te
preocupes, padre. No estés triste.»
Bob estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia. Contempló la
labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidez de la señora Cratchit y las
chicas. Quedaría terminada mucho antes del domingo, les dijo.
«¡Domingo! Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su es-posa.
«Sí, queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido ir. Te habría
tranquilizado ver lo verde que es ese sitio. Pero ya lo verás con frecuencia. Le prometí que
iría andando un domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi niñito!»
Se desmoronó de una vez. No podía evitarlo. Tal vez hubiera podido si él y su hijo no
hubiesen estado unidos tan estrechamente.
Salió de la habitación y subió al cuarto de arriba, que es-taba alegremente iluminado y
decorado con adornos navideños. Cerca del niño, había una silla y se notaba que alguien
había estado allí poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento se
recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con lo sucedido y volvió a bajar
bastante animado.
Se agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre continuaron trabajando. Bob
les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, al que ape-nas
había visto una sola vez y sin embargo, al encontrárselo aquel día en la calle, se había dado
cuenta de que Bob pare-cía un poco «sólo un poco apagado, ¿verdad?» y le preguntó
qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «porque es el caballero más amable que os podáis
imaginar. «Lo lamento de todo corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo
corazón por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»
«¿Saber qué, cariño?»
«Pues eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob.
«¡Todo el mundo lo sabe!», dijo Peter.
«¡Muy bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob. Eso espero . «Lo lamento de todo corazón»
dijo él , «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» dijo él dándome su
tarjeta , «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a verme, pero no se trata de lo que
hubiera podido hacer por nosotros; era consolador por la manera tan afable de decirlo.
Realmente parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny Tim y sintiera nuestro dolor. »
«Tengo la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías más
segura, querida, si le hubieras visto y hablado con él. No me sorprendería, escucha bien lo
que te digo, si él consiguiera para Peter una colocación mejor. »
«¿Has oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.
«Y entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y se establecerá por su
cuenta. »
«¡Cállate ya! », replicó Peter gesticulando.
«Es probable que ocurra un día de éstos», dijo Bob, «aun-que para eso hay tiempo de sobra.
Pero aunque nos separe-mos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de que ninguno se
olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de uno de nosostros».
«¡Jamás, padre! », exclamaron todos.
«Y ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé que cuan-do recordemos lo paciente y
tranquilo que era, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por nade-rías,
olvidándonos así del pobre Tiny Tim».
«¡No, jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes Cratchit le besaron, y Peter y
él se estrecharon las manos. ¡Es-píritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!
«Espectro», dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No se
cómo, pero lo sé. Dime quién era el hombre muerto que vimos».
El Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en ante-rior ocasión, le trasladó aunque
pensó que eran otros tiempos pues no parecía existir un orden en las últimas visiones, si
bien todas se desarrollaban en el futuro a los lugars frecuentados por los hombres de
negocios, pero a él no se le vela por ninguna parte. Además, el espíritu no se detenía sino
que seguía directamente, como si se encaminara a una meta ahora deseada, hasta que
Scrooge le rogó que se detuviera unos instantes.
«En este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es donde tengo mi
despacho y ahí he trabaja-do durante largo tiempo. Estoy viendo la casa. Déjame
con-templar cómo estaré en el futuro».
El espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La casa está por allá», exclamó Scrooge. «¿Por qué seña-las a otro lado?»
El dedo inexorable no cambió.
Scrooge se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior. Seguía siendo una
oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y el personaje sentado no era él.
El fantasma seguía señalando la misma dirección.
Scrooge se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde iban, le acompañó
hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un momento para mirat a su alrededor.
Un cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el desdichado hombre cuyo
nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Emparedado entre edificios,
cubierto de yerbajos vegetación de la muerte, no de la vida , demasiado atiborrado de
enterramientos, inflado de voraci-dad satisfecha. ¡Bonito lugar!
El espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó hacia ella temblando.
El fantasma estaba exactamente igual que antes, pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva
significación en su solemne forma.
«Antes de que siga acercándome a esa losa que señalas, dijo Scrooge, «respóndeme a una
pregunta. ¿Son las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de cosas
que podrían suceder? »
Pero el fantasma señalaba, con el dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.
«El rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá si el hombre
perseverax, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, el final cambiará. ¡Dime que eso
es lo que me estás enseñando!»
El espíritu permaneció tan incomovible como siempre.
Tembloroso, Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo, leyó en la losa
de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER SCROOGE.
«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.
El dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No, espíritu! ¡No, no, no!»
Allí continuaba el dedo.
«¡Espíritu!', gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy como antes.
Gracias a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me muestras todo esto si
ya no hay esperanza para mí»
Por vez primera la mano pareció vacilar.
« ¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede
en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las imágenes que me has
mostrado si cambio de vida! »
La mano benéfica temblaba.
«Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré man-tener su espíritu a lo largo de
todo el año. Viviré en el Pasa-do, el Presente y el Futuro; los espíritus de los tres me darán
fuerza interior y no olvidaré sus enseñanzas. ¡Ay! ¡Dime que podré borrar la inscripción de
esta losa»
En su agonía, se agarró a la mano espectral. La mano trató de soltarse pero Scrooge la
retuvo con fuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.
Alzando sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge vio una
alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se encogió, se desmoronó y se
convirtió en la columna de una cama.

DESENLACE FINAL

¡Sí!, y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación. ¡Pero lo mejor de
todo es que el tiempo que le quedaba por delante era su propio tiempo y podía
enmendarse!
Mientras gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Vi-viré en el Pasado, el Presente y
el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las
Navidades sean loados! ¡Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodillas! »
Estaba tan alterado y tan acalorado con sus buenos propó-sitos que su quebrada voz apenas
le salía. Durante un conflicto con el espíritu había sollozado violentamente y su rostro aún
seguía humedecido por las lágrimas.
«¡No las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de las coronas de
su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo. Están aquí; yo estoy aquí y se
disiparán las sombras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»
Todo este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas, volviéndolas al revés,
poniendo lo de arriba para aba-jo, arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas
toda clase de extravagancias.
«¡No sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y haciendo con sus
calzas una perfecta representación de Laoconte. «Me siento tan ligero como una pluma,
tan feliz como un ángel, tan conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un
borracho. ¡Feliz Na-vidad a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh!
¡Yuupy! ¡Hola!»
Entró en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente enredado.
«¡Ahí está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a brincar junto a la
chimenea. «¡La puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina donde se
sentó el fantasma de la Navidad del presente! ¡La ventana dónde vi a los espíritus errantes!
¡Todo es verdad, todo ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»
Para un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era realmente una risa
espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga, larga descendencia de
radiantes carcajadas!
«¡No sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado con los espíritus.
No sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor ser como un niño.
¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»
Su paroxismo fue moderado por los repiques de campa-nas de iglesia más fragorosos que
había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorio-so,
glorioso!
Corrió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Ni bruma, ni niebla; claro, despejado,
alegre, estimulante, frío; frío como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar. Sol
dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres campana-das. ¡Ah, glorioso, glorioso!
«¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un chico que estaba abajo muy endomingado y que tal
vez deambulaba por allí para fisgarle.
«¿Qué?», respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!», respondió el muchacho. «Bueno, NAVIDAD.»
«¡Es el día de Navidad!», dijo Scrooge hablando consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los espíritus lo hicieron todo en una sola noche. Pueden hacer lo que quieran.
Natural-mente. Claro que pueden. ¡Hola, amiguito!»
«Hola», replicó el chico.
«¿Conoces la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió Scrooge.
«Desearía haberla conocido», replicó el chaval.
«¡Qué chico mas inteligente!», dijo Scrooge. «¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han
vendido el pavo caro que tenían allí colgado? No digo el barato sino el pavo grande.»
«¡Cuál?, ¿uno que es tan grande como yo?», dijo el muchacho.
«¡Qué encanto de chico!», dijo Scrooge. «¡Da gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí está colgado ahora», respondió el chico.
«¿De veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»
«¡Amos anda!», exclamó el muchacho.
«No, no», dijo Scrooge, «hablo en serio. Vete y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que
yo les daré la dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un che-lín. ¡Si
vuelves con él en menos de cinco minutos te daré media corona! »
El chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme apretando un gatillo.
«¡Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge, frotándose las manos y
desternillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny
Tim. ¿Joe Miller [L31] nunca gastó una broma tan graciosa!»
No estaba firme la mano con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó
para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la pollería. Cuando esta-ba
esperando, la aldaba llamó su atención.
«¡La amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me había fijado en ella
anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa!
¡Aquí está el pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»
¡Aquello era un pavo! Aquel ave no podría haberse soste-nido sobre sus patas; las habría
reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.
«Oiga, es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir en
coche.»
La risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la risa ahogada
con que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al muchacho, sola-mente fue
superada por la risa ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su butaca, y continuó
riéndose ahogadamente hasta que lloró.
Afeitarse no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para afeitarse es
necesario prestar atención, incluso aunque no se esté bailando mientras uno se afeita. Pero
aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un esparadrapo y seguiría
tan satisfecho.
Se vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle, llena de gente a aquellas
horas, tal como él había visto con el Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la
espalda, Scrooge miraba a todos con sonrisa embelesada. Ofrecía un aspecto tan entrañable
que tres o cuatro personas simpáticas le dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz
Navidad!» Y Scrooge solía decir después que esos habían sido los sonidos más alegres que
jamás había escuchado.
No había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne que, el día anterior,
había entrado en su des-pacho diciendo: «De Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió
con violencia al pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen; pero
también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.

«Estimado señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo caballero por ambas
manos. «¿Cómo está Ud.? Es-pero que haya tenido éxito ayer. Fue muy amable por su
par-te. ¡Feliz Navidad, señor!»
«¿El señor Scrooge?»
«Sí», dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato. Permítame
pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge le murmuró algo al oído.
«¡Dios mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la respiración. «Mi
estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?»
«Se lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le ase-guro que van incluidos muchos
atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé qué decir ante tal
munifi...»
«No diga nada, por favor, atajó Scrooge. «Venga a ver-me. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su intención.
«Gracias», dijo Scrooge. «Muy agradecido. Un millón de gracias. ¡Adiós!»
Estuvo en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente apresurándose de un
lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños, se interesó por los mendigos, miró
las cocinas de las casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le resultaba un
placer. Nunca había imaginado que un paseo le pudiera reportar tanta felicidad. Por la
tarde, encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino.
Pasó por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el valor suficiente para
subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.
«¿Está el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»
«Sí, señor»
«¿Dónde está, cariño? », dijo Scrooge.
«Está en el comedor, señor, con la señora. Le acompañaré arriba, por favor. »
«Gracias. Ya me conoce», dijo Scrooge con la mano puesta en la manilla del comedor.
«Voy a entrar, guapa».
Abrió la puerta suavemente y asomó la cara. Ellos estaban revisando la mesa
(magníficamente puesta), pues estas parejas jóvenes siempre se ponen nerviosos con cosas
así y les gusta que todo esté como es debido.
«¡Fred!, dijo Scrooge.
«¡Ay, Señor, qué susto se llevó la sobrina política! Scrooge había olvidado que estaba
sentada en el rincón, con el escabel, si no, por nada del mundo lo habría hecho. »
«¡Válgame Dios! ¿Quién es? », exclamó Fred.
«Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Puedo que-darme, Fred? »
¡Que si podía! Fue una suerte que no se le cayera el brazo con las sacudidas. En cinco
minutos se sentía como en su casa. Nada podía ser más entrañable. La sobrina era igual que
la había visto. Y Topper, cuando llegó. Y la hermana rellenita, y todos los demás.
¡Maravillosa reunión, maravillosos juegos, maravillosa concordia, maravillosa
felicidad!
Pero a la mañana seguiente llegó temprano a la oficina. ¡Si pudiera ser el primero y
sorprender a Bob Cratchit llegando con retraso! En ello había puesto todo su empeño.
¡Y lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieron las nueve. Bob sin aparecer. Dieron las
nueve y cuarto. Bob sin aparecer. Llegó con diciocho minutos y medio de retraso. Scrooge
se sentó con la puerta abierta para verle entrar en la Cisterna.
Antes de abrir la puerta ya se había quitado el sombrero y también la bufanda; en un
santiamén ya estaba en su taburete, trabajando intensamente con el lapicero como si
intentara dar marcha atrás al tiempo.
«¡Hola! », gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor que supo su voz habitual. «¿Qué significa
esto de llegar a estas horas? »
«Lo siento mucho, señor», dijo Bob. «Me he retrasado» «¿Se ha retrasado?», repitió
Scrooge. «Sí. Eso creo. Haga el favor de venir».
«Es la única vez en todo el año, señor», se excusó Bob saliendo de la Cisterna. «No se
volverá a repetir. Ayer tuvimos un poco de fiesta, señor».
«Pues le diré una cosa, amigo mio», dijo Scrooge, «no voy a continuar consintiendo cosas
como ésta. Y por consiguiente», prosiguió, saltando de su asiento y aplicando a Bob tal
empujón en el chaleco que le hizo retroceder tambaleándo-se hasta la Cisterna otra vez, «y
por consiguiente ¡estoy a punto de subirle el sueldo! »
Bob temblaba y se acercó un poco más a la vara de medir. Por un instante, tuvo la idea de
pegar a Scrooge con ella, sujetarle y pedir ayuda a la gente del patio y ponerle una camisa
de fuera.
«¡Feliz Navidad, Bob! » dijo Scrooge con inconfundible acento de sinceridad, al tiempo
que le daba palmadas en la espalda. «¡La más Feliz Navidad, Bob, mi buen compañero, que
yo le haya deseado en muchos años! Le aumento el sueldo y me propongo auxiliar a su
necesitada familia; ¡trataremos sus asuntos esta misma tarde ante un bol navideño de
«obispo» humeante [L32] , Bob! ¡Atice las estufas y compre otro cubo de carbón antes de
ponerse a escribir ni el punto de una «i», Bob Cratchit!»
Scrooge cumplió más de lo prometido. Lo hizo todo y muchísimo más; fue un segundo
padre para Tiny Tim, que no murió. Se convirtió en el amigo, amo y hombre más bueno
que se conoció en la vieja y buena ciudad o en cualquier otra buena ciudad, pueblo o
parroquia del bueno y viejo mundo. Algunas personas se reían al ver el cambio, pero él las
dejaba reírse sin prestarles atención pues era lo bastante sabio para darse cuenta de que
nada bueno sucede en este globo sin que determinadas personas se harten de reír al
principio; sabía que tales personas siempre estarían ciegas y consideraba el malicioso
brillo y arrugas de sus ojos como una enfermedad cualquiera, con manifestaciones menos
atractivas. Su propio corazón reía y con eso le bastaba.
No volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el Principio de
Abstinencia Total y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como
nadie. ¡Ojalá se pueda decir lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo
Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosotros!
POR: CHARLES DICKENS  

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